Amor
Cuando era niña viví en Uruguay, el país más laico de América desde el siglo XIX. En mi escuela no había rezos ni clases de religión a ninguna hora. Probablemente más de la mitad de mis compañeros eran católicos y otros tantos de distintas religiones más. Los padres educaban y formaban en sus hogares todo lo que se hace en familia, entre esos, la religión. Mis abuelos cuando nos visitaban hablaban de Dios y nos enseñaban oraciones como el angelito de la guarda versión de mi abuela paraguaya y el padrenuestro aprendido con mis abuelos ecuatorianos.
Mis padres crecieron en familias católicas y nos bautizaron, así que un día, mamá me llevó a mi primera clase de catequismo. Mi profesora era joven, alegre, guapísima; recuerdo de ese primer encuentro su sonrisa y la dulzura con la que me presentó frente a mis compañeritos un sábado de otoño, en el garaje de la casa de sus padres. Entre semana recibía las enseñanzas donde mi catequista trabajaba: un almacén de sacos de lana en una tienda chiquitita. Así que yo mientras ayudaba a doblar suéteres aprendí de esta hada que debía caminar descalza para sufrir el frío, y así sentir por un momento la vida de los menos afortunados. Aprendí que las parábolas bíblicas eran formas fantásticas para entender cómo ese amoroso ser celestial me mostraba caminos para ser feliz la mayor cantidad de veces posibles, pero sobre todo ayudar a que otros también lo fueran. Recuerdo que cuando hablábamos de los 10 mandamientos siempre volvía a ese 1 que me enseñó como: “Dios es amor” de eso se
trata el que “primero es Él”, si amas podés siempre respetar a la gente y al hacerlo ser buena católica.
Mi padre fue alejándose de la Iglesia seguramente por la mezcla de sus malos recuerdos de infancia y las lecturas de la historia de papas, conquistas, inquisiciones para desembocar en las modernas monstruosidades de curas pedófilos, violadores, negociadores de clemencias, etc. Hasta que un día se hizo ateo. Mi mamá siguió como mis tíos y abuela con su catolicismo de manera personal y en comunión de reuniones familiares, domingos y eventos sacramentales desde bautizos hasta entierros. Mi proceso ha sido más de agnóstica que de atea, lo que tal vez me da tranquilidad en mi espiritualidad y menos rabia contra la religiosidad que, para muy penosa suerte, hemos soportado con angustia en estas semanas en nuestro país.
Parece increíble que si dos personas quieren casarse, otras les digan que no pueden. Es aún más inhumano ver la ferocidad con la que se predica contra ese amor desde púlpitos hasta redes sociales; pasando por expresidentes con frases ofensivas, soeces cuando no pidiendo la muerte a quienes nos parece justo que nadie sea discriminado. Si una escucha el odio, lee la rabia en contra de esa unión que busca que seamos todos un poco más iguales, pienso que ya no es solo ignorancia lo que nutre prejuicios, sino también profunda hipocresía y crueldad la que impulsa a esos seres… paradójicamente, la marcha del tiempo y la militancia global de los derechos humanos produce jóvenes, niños y niñas que van dejando atrás el odio. (O)