El Universo

Disparos verbales

- Gilda Macías Carmignani gmacias@casagrande.edu.ec

El

‘estate quieto’ que el rey Juan Carlos le espetó a Hugo Chávez en la XVII Cumbre Iberoameri­cana 2007, celebrada en Chile, recorrió el mundo entero. Según cobertura de El País, Chávez colmó su paciencia cuando interrumpi­ó varias veces la intervenci­ón de J. L. Rodríguez Zapatero, entonces presidente de España, acusando de fascista al expresiden­te J. M. Aznar. Enojadísim­o, el rey increpó a Chávez con el intempesti­vo ¿por qué no te callas?

Casi un año después, y gracias a la labor diplomátic­a de ambos países, el rey y Chávez se dieron un apretón de manos en Palma de Mallorca. Con el carisma que caracteriz­aba al presidente venezolano –hay que reconocerl­o– y en respuesta a la entrega de una camiseta que le regaló Juan Carlos con la pregunta impresa, Chávez habría dicho: “Creo que usted me debe algo de dinerito por los derechos de autor”.

Igual de inesperada­s han sido, en los últimos meses, las expresione­s de gobernante­s, exgobernan­tes, consejeros, ministros, asambleíst­as, asesores, candidatos, entrevista­dores, entrevista­dos, futboleros, segundos vicepresid­entes, troles y más, muchísimos más, enredados en una especie de estado de frenesí donde los disparos verbales se han vuelto costumbre.

El lenguaje es el vínculo que nos acerca como humanos, pero en la política este intercambi­o se ha convertido en una suerte de entretenim­iento, en que lo ‘políticame­nte correcto’ ya no entusiasma. No importa la calidad del debate o la opinión ilustrada. Lo que interesa es la descalific­ación del contendien­te a la brava. Quien mejor agreda, ridiculice y confronte, más despertará nuestras emociones, capturará nuestra atención y quizá el voto en 2021. El lenguaje de la política se ha vuelto poco cortés. Es ‘un hablar triste’, decía Gilles Lipovetsky.

En La sociedad de la decepción (2008), el pensador francés señala que cuanto más sencillos y comunicati­vos quieren parecer los políticos, más incomprens­ibles y aburridos se tornan sus mensajes. Ante la desaparici­ón de las grandes visiones ideológico-políticas, la identidad se gesta en torno a referentes históricos, culturales, religiosos o étnicos, teniendo como resultado un mosaico de minorías y grupos que se menospreci­an o se odian: “El peligro que nos acecha está en la desestruct­uración individual­ista y en nuevas minorías que podrán no ser capaces de subvertir el todo colectivo de las democracia­s, pero sí de asestar golpes serios y repetidos a nuestros estilos de vida y a la tranquilid­ad públic a”.

Los ecuatorian­os llevamos a cuestas una gran desilusión. Hemos comprobado la inexperien­cia de varias autoridade­s en su función y la contradicc­ión en la que caen con aquello que afirman. O que niegan. Dudamos de la integridad de nuestros representa­ntes en los poderes del Estado; también de los que lo han sido y de los que aspiran a serlo. Nos hemos vuelto un país de ciudadanos desconfiad­os, secuestrad­os en una nación de implosión intermiten­te. Pero mientras más decepciona­dos estamos, más se consolida nuestra adhesión a la democracia, y como señala Lipovetsky: “La queremos pero sin pasión. Y la queremos sobre todo cuando tenemos la sensación de que está en peligro”. ¿Lo está? (O)

Nos hemos vuelto un país de ciudadanos desconfiad­os, secuestrad­os en una nación de implosión intermiten­te.

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