Autoindulgencia colectiva
La evidencia demuestra claramente que la corrupción está distribuida de manera más democrática que los valores éticos. El uso de los carnés de discapacidad, que en un principio parecía privativo de la mafia que se enriqueció con el tráfico de medicinas, ahora aparece como una conducta difundida en los más diversos niveles sociales. Pero no es la única modalidad corrupta que se halla ampliamente diseminada. Prácticamente todas las que van saliendo a la luz en el día a día han permeado todos los poros de la sociedad. Su rápida difusión se debe a nuestra permisividad. La nuestra, la de nosotros como integrantes de esta sociedad.
Aunque la negativa a aceptar los propios errores siempre es una irresponsabilidad, puede ser comprensible cuando una persona pasa por situaciones complejas. Por sanidad mental o para evitar consecuencias más graves, como individuos tendemos a reafirmarnos en decisiones que produjeron resultados negativos o, en el mejor de los casos, buscamos explicaciones que minimicen esos efectos. Nos justificamos diciendo que era la mejor opción o que no teníamos alternativa. Pero cuando esa negativa a aceptar los errores es colectiva deja de ser justificativa, se vuelve perniciosa y resulta demoledora para las sociedades. Los errores de una sociedad los pagan todos sus integrantes, no pueden ser enmendados con la facilidad que se hace en el plano individual y las soluciones, cuando llegan, toman tiempos muy largos.
Precisamente, el carácter demoledor de esa actitud, que podría denominarse autoindulgencia colectiva, se encuentra en la posición que tomamos frente a cada nuevo acto de corrupción. A pesar de que, desde hace varios años, no pasa un solo día sin que se difunda un nuevo caso, queremos convencernos de que son acciones irregulares de grupos específicos. Con ello, implícitamente negamos la dimensión social del problema. Si no aceptamos que la corrupción ha invadido a toda la sociedad, conseguimos ponernos al margen y cerramos la puerta a la posibilidad de formar parte de la solución. Refugiados en la autoexclusión (con la muletilla del “yo no soy así”) y clamando por soluciones como el endurecimiento de las penas, estaremos condenados a integrarnos –aunque no tengamos conciencia de ello– en el grupo de zombis que van a votar por el primer charlatán que ofrezca mano dura.
Es fácil señalar a políticos y a personajes públicos, porque están en el centro de la escena. Podemos sentirnos lejanos a ellos porque los vemos como seres de otro mundo (a pesar de que a algunos los hemos llevado a ese mundo con nuestro voto). Pero si miramos la lista de quienes conformaban la mafia de los hospitales o de quienes aparecen ahora como discapacitados (que solucionan la sordera con un vehículo), comprobaremos que ahí hay de todo. Más grave aún, tendremos que aceptar que en ocasiones hemos interactuado con alguno de ellos. Y ese es precisamente el punto en que se convierte en un problema que no podemos dejar únicamente en manos de fiscales, policías y jueces. Nuestra responsabilidad social comienza por abandonar la autoindulgencia colectiva, aceptar la dimensión social del problema y condenar a esas personas a la cárcel invisible del aislamiento social de la que no puedan salir. (O)
... la corrupción está distribuida de manera más democrática que los valores éticos.