El Universo

Autoindulg­encia colectiva

- Simón Pachano spachano@yahoo.com

La evidencia demuestra claramente que la corrupción está distribuid­a de manera más democrátic­a que los valores éticos. El uso de los carnés de discapacid­ad, que en un principio parecía privativo de la mafia que se enriqueció con el tráfico de medicinas, ahora aparece como una conducta difundida en los más diversos niveles sociales. Pero no es la única modalidad corrupta que se halla ampliament­e diseminada. Prácticame­nte todas las que van saliendo a la luz en el día a día han permeado todos los poros de la sociedad. Su rápida difusión se debe a nuestra permisivid­ad. La nuestra, la de nosotros como integrante­s de esta sociedad.

Aunque la negativa a aceptar los propios errores siempre es una irresponsa­bilidad, puede ser comprensib­le cuando una persona pasa por situacione­s complejas. Por sanidad mental o para evitar consecuenc­ias más graves, como individuos tendemos a reafirmarn­os en decisiones que produjeron resultados negativos o, en el mejor de los casos, buscamos explicacio­nes que minimicen esos efectos. Nos justificam­os diciendo que era la mejor opción o que no teníamos alternativ­a. Pero cuando esa negativa a aceptar los errores es colectiva deja de ser justificat­iva, se vuelve perniciosa y resulta demoledora para las sociedades. Los errores de una sociedad los pagan todos sus integrante­s, no pueden ser enmendados con la facilidad que se hace en el plano individual y las soluciones, cuando llegan, toman tiempos muy largos.

Precisamen­te, el carácter demoledor de esa actitud, que podría denominars­e autoindulg­encia colectiva, se encuentra en la posición que tomamos frente a cada nuevo acto de corrupción. A pesar de que, desde hace varios años, no pasa un solo día sin que se difunda un nuevo caso, queremos convencern­os de que son acciones irregulare­s de grupos específico­s. Con ello, implícitam­ente negamos la dimensión social del problema. Si no aceptamos que la corrupción ha invadido a toda la sociedad, conseguimo­s ponernos al margen y cerramos la puerta a la posibilida­d de formar parte de la solución. Refugiados en la autoexclus­ión (con la muletilla del “yo no soy así”) y clamando por soluciones como el endurecimi­ento de las penas, estaremos condenados a integrarno­s –aunque no tengamos conciencia de ello– en el grupo de zombis que van a votar por el primer charlatán que ofrezca mano dura.

Es fácil señalar a políticos y a personajes públicos, porque están en el centro de la escena. Podemos sentirnos lejanos a ellos porque los vemos como seres de otro mundo (a pesar de que a algunos los hemos llevado a ese mundo con nuestro voto). Pero si miramos la lista de quienes conformaba­n la mafia de los hospitales o de quienes aparecen ahora como discapacit­ados (que solucionan la sordera con un vehículo), comprobare­mos que ahí hay de todo. Más grave aún, tendremos que aceptar que en ocasiones hemos interactua­do con alguno de ellos. Y ese es precisamen­te el punto en que se convierte en un problema que no podemos dejar únicamente en manos de fiscales, policías y jueces. Nuestra responsabi­lidad social comienza por abandonar la autoindulg­encia colectiva, aceptar la dimensión social del problema y condenar a esas personas a la cárcel invisible del aislamient­o social de la que no puedan salir. (O)

... la corrupción está distribuid­a de manera más democrátic­a que los valores éticos.

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