No confundamos la resistencia silenciosa con la resiliencia
Mi jefa me decía: “no eres feliz, todos los días vienes con esa cara malhumorada que yo tengo que aguantar”. Pese a esas duras palabras, su tono proyectaba afecto e interés. Y tenía razón: el trabajo no era el adecuado.
A mis veintitantos años, trabajaba como agente de talentos en una agencia de Hollywood que representaba a comediantes emergentes. Me encantaba identificar a los talentos e iniciarlos en su camino hacia la
Tolerar fue mi superpoder, uno que había cultivado desde la infancia.
fama y la fortuna; pero eso era lo único que disfrutaba. No me divertía lo que supuestamente era gracioso. “Hay aspectos del trabajo que en definitiva te repugnan”, continuó mi jefa.
A los profesionales de la salud mental les gusta decir que todos flotamos en el mundo como pequeñas bandas elásticas: nos topamos con un desafío que hace que nos estiremos, nos desarrollemos.
Así debería funcionar la resiliencia, pero todo eso supone que las épocas difíciles terminan. ¿Y qué tal si siempre hay algo más? ¿Qué pasa si enfrentas un año tan implacable como el 2020? Enfermedades, muertes, escolarización en casa, pérdida de empleos, sistemas que se desmoronan.
Lo que ocurre es que nos acostumbramos, cosa que conozco demasiado bien. Durante mucho tiempo, tolerar lo que no solía gustarme fue mi superpoder, uno que había cultivado tras una infancia accidentada. Hay muchas señales que dicen que tuve una crianza feliz, pero también conozco los cambios y traumas, por haber tenido que mudarme más de 30 veces en tres décadas, de una infancia salpicada de dramáticas pérdidas, en Jammu y Cachemira, mi tierra natal.
Al vivir la incomodidad de los cambios continuos, me acostumbré a eso. La resiliencia, sin que hubiera un periodo menos intenso, se convirtió en resistencia y me volví experta en reprimir mi propia vulnerabilidad e incomodidad. Me convertí en alguien que podía vivir donde fuera, entablar amistad con quien fuera, ser cualquier persona…
Perseguía el objetivo de triunfar en cosas que parecían imposibles, lo que me llevó a la industria del entretenimiento. Pensé que estaba prosperando hasta que esas conversaciones con mi jefa comenzaron a echar abajo esa percepción. Tenía un trabajo de ensueño… pero que no era para mí. Cuando ella insinuó que podía ser más feliz, que podía concebir una vida adecuada para mí, mi mente se quedó en blanco. “¿No te gustaría escribir algunos libros y quizás tener hijos?”, preguntó;
Una vida de resistencia me había convencido de que podía con cualquier cosa.
yo me quedé atónita. Sonaba perfecto. Pero la idea de buscar la felicidad era aterradora.
¿Qué tal si fracasaba?
Una vida entera de resistencia me había convencido de que yo era tan fuerte que podía manejar cualquier cosa. Pero yo no quería hacerlo. No sabía si habría una actividad profesional que pudiera hacerme más feliz, pero valía la pena buscarla.
Sabía que mi amor era la lectura y los escritores. Sabía que me hacían feliz las palabras sobre el papel y quise tener más de esa sensación. La alegría que sentía al hablar sobre las ideas, ayudar a dar forma a esas ideas para convertirlas en un guion y llevarlas a la pantalla se convirtieron en mi nuevo objetivo. Participé en trabajos de producción y tuve un bebé. Pero pronto sentí que se volvía a colar esa antigua insatisfacción, la de hacer realidad los sueños de otras personas. Y esta vez confié en mis sentimientos lo suficiente como para no dejarlos de lado.
El placer que obtenía del trabajo había logrado debilitar el duro caparazón de mi resistencia. La nueva versión de mí, la que estaba aprendiendo que la vida podía celebrarse en vez de solo tolerarse, decidió intentarlo. Así que escribí y escribí con esta idea: si es malo, nadie lo verá jamás; si es bueno, podría cambiarme la vida.
Comencé con muchas entradas de blog inconexas. El año pasado, durante la pandemia, escribí algunos ensayos, los cuales me permitieron vender el libro que escribo ahora. (I)