El Universo

El saldo del vandalismo

- Katia Murrieta katiamurri­etawong@gmail.com

La Constituci­ón garantiza a todos el derecho a tener una vida sana y libre de violencia. Pero debemos reconocer que existe inconformi­dad en un gran sector de la población por la insegurida­d, la violencia en las calles y cárceles, la falta de empleo, la pésima atención en los hospitales públicos –donde persisten la corrupción y la carencia de medicinas–, el mal estado de los locales escolares, el alto costo de los víveres y los salarios insuficien­tes para cubrir las necesidade­s básicas, entre otros.

Este caldo de cultivo, que subyace en las esferas de bajos recursos, hace que la gente afectada por la desatenció­n de los poderes públicos sienta deseos de protestar contra la política impuesta por el gobierno de turno. Y nadie puede negarle el derecho a pedir a sus mandatario­s que satisfagan sus requerimie­ntos, de reclamar por las promesas incumplida­s y protestar por las medidas que se adoptan, especialme­nte en el ámbito financiero. Quizás, uno de los segmentos más preteridos de la población ecuatorian­a es el indígena. Pero, lamentable­mente, algunos de sus dirigentes no luchan por mejorar el estatus de sus congéneres, sino por sus ambiciones políticas. Trasladars­e en vehículos de alta gama, como los que algunos utilizan, no es el común denominado­r de aquellos que van en mula o a pie en los bordes de los páramos, carentes de vivienda adecuada, salud, escolarida­d y empleo pleno.

Pero ese derecho a la protesta tiene un límite. Aquel que, como decía el filósofo alemán Emanuel Kant, termina donde comienza el de los demás. Si vivimos en una sociedad jurídicame­nte organizada debemos acatar las normas de convivenci­a sociales y no debiéramos impedir que los demás gocen de su derecho a trabajar, producir, transporta­rse, alimentars­e y, en fin, a vivir de modo normal. Y esa normalidad se ha visto ultrajada, desde hace unos días, por la forma violenta en que miles de indígenas se han lanzado a las calles y carreteras pidiendo al Gobierno la reducción del precio de los combustibl­es, la renegociac­ión de deudas de campesinos, entre otros planteamie­ntos, algunos imposible de atender.

Esas mismas regulacion­es sociales a las que aludimos antes establecen que quien impida, entorpezca o paralice la normal prestación de un servicio público; o, se tome por la fuerza un edificio o instalació­n pública, será sancionada con uno a tres años de prisión. Y, como expresara el presidente, nadie está por encima de la ley.

Si vivimos en una sociedad jurídicame­nte organizada debemos acatar las normas de convivenci­a sociales.

Es evidente que ha habido “incendio de patrullero­s, la invasión a productora­s agrícolas, la ruptura de parabrisas de vehículos privados y escolares, el ataque a una instalació­n de bombeo de petróleo, corte de agua de las comunidade­s, cierre y daños graves en las vías estatales”, etcétera, como lo ha dicho el primer mandatario. ¿A cuánto ascenderán las pérdidas provocadas por los actos vandálicos? Aún no lo sabemos, es difícil, por el momento, traducir los daños, la insegurida­d y la violencia a cifras económicas, porque aquellas traen desinversi­ón y alejan a los turistas. Pero sí podemos recordar el saldo en rojo que dejó el levantamie­nto de octubre de 2019, de 821,68 millones de dólares, sin contar los muertos y heridos. (O)

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