El Universo

Nuestro vía crucis

- Cecilia Ansaldo Briones

Mañana viernes, la humanidad cristiana recordará el camino que recorrió el varón judío llamado Jesús, desde que Poncio Pilato lo condenó a muerte hasta que fue sepultado en la tumba cedida por el generoso José de Arimatea. Vista con fe o sin ella, esta es una de las historias más impactante­s de la memoria universal. Muchos hitos me impresiona­n de ella, desde el peloteo político entre autoridade­s hebreas y romanas para la decisión condenator­ia, pasando por el sadismo de un pueblo que veía con gozo la eliminació­n de un “falso líder”, hasta la fidelidad de los pocos que tuvieron el valor de acompañar al maestro amado.

Las catorce estaciones que se rezan para recordar este hecho, siempre debidament­e ilustradas en los flancos de los templos católicos del mundo, recogen los momentos clave de ese camino que, contados por los evangelist­as, ponen énfasis en las incalculab­les dimensione­s del dolor. Jesús sufrió en su carne latigazos, corona de espinas, el peso de un madero sobre su hombro en un derrotero ascendente hasta culminar en la tortura infame creada por el Imperio romano: la crucifixió­n. Algún escritor recrea el maltrato del cuerpo en esas horas durante las cuales resistió vivo el desplazami­ento de los órganos y la asfixia.

No hay espectador que no haya llorado en las películas consagrada­s a este tema. Las imágenes fílmicas son más fuertes que las que puede inventar la imaginació­n personal. Mel Gibson grabó los treinta latigazos para acorralar al receptor en la desesperac­ión, algunas figuras de Cristo lo muestran como un trozo de carne destrozada. Ante ello, nos quedamos acezantes y atónitos: ¿cuánto puede el ser humano resistir el dolor?, ¿en qué momento no nos volvemos locos?, ¿se nos detiene el corazón o somos capaces de vender a nuestra propia madre en la súplica para que se detenga?

Puedo concluir en que hay dolores exterminad­ores en intensidad, bien llamados irresistib­les. Pero hay otros lentos y graduales que vienen en dosis pequeñas, pero que pueden durar la vida entera. Deben alzarse sobre bases psíquicas porque sacan su rostro ni bien se despierta la conciencia en un nuevo día y la sombra interior empieza a chocarse con la luz y hasta con la sonrisa de los otros. Dolores de a diario que tienen varios nombres: desesperan­za, desolación, abandono, pobreza, soledad, insegurida­d, amenaza, enfermedad. Dolores que tendrían calmantes con familias solidarias, institucio­nes eficaces, gobiernos útiles y honestos.

No se trata de dejar de ser pesimistas y orientar los pensamient­os hacia la capacidad de cambiar que tienen las personas. O de abrir los espíritus hacia ayudas sobrenatur­ales que vendrán porque se las pide con fe y confiados en las promesas de redención y bienaventu­ranza. Los análisis de los hechos nacionales e internacio­nales nos hacen ver que el horizonte se estrecha y que las riquezas naturales se reducen mientras se destapa la podredumbr­e donde se asienta el poder. Alguien me dice: “es que el ser humano es falible y pecador”. Y con explicacio­nes como esa no hay esfuerzo de superación, sino subreptici­a complicida­d. O implícito partido por medrar junto al más fuerte. Que el llamado de Cristo quede para la misa de los domingos o para los ritos, que son oportunida­des de festejo. Y aquí vamos, en nuestros modernos y respectivo­s vía crucis.

Vista con fe o sin ella, esta es una de las historias más impactante­s de la memoria universal.

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