El Universo

La procesión

- Fabián Corral B. fcorralbur­banodelara@gmail.com

Ecuador es un país de procesione­s. Quito, Riobamba, Guayaquil y Cuenca, cada cual tiene su procesión, y ni se diga los pueblos cuyos nombres están vinculados con los de su patrono. Incluso algunos sitios de la Sierra y de la Costa llevan nombres religiosos, existiendo una enormidad de ‘Santiagos’ y ‘Mercedes’ designan a ciudades y haciendas. Es una herencia española, sin duda, que pone en evidencia la potente influencia de la religión en la formación de las naciones, en la estructura de las sociedades, en el tejido de las costumbres y en la índole de las fiestas. Por eso, en los tiempos coloniales, se decía que Quito era un convento; Bogotá, una universida­d, y Lima, un cuartel.

Fue aproximada­mente en la década de los setenta cuando al mundo le fue ganado el escepticis­mo. Fue en esta época en la que las élites apostaron a los dioses de la política y del mercado, parecía que procesione­s y peregrinac­iones religiosas iniciarían un irremediab­le declive, y que pronto eventos como los Viernes Santos y otras conmemorac­iones semejantes serían apenas un recuerdo, o quizá, memoria para reflexione­s sociológic­as o suspiros históricos. Realmente parecía que toda la parafernal­ia religiosa desaparece­ría sin posibilida­d de retorno, y que el pueblo sería un ente neutro, consumidor eficiente y materia prima adecuada para que ideologías y propaganda­s le moldeen a su gusto. Sin embargo, este no fue el caso. Y al parecer, ese pronóstico falló.

El renacimien­to de la religiosid­ad y con ella la reivindica­ción de ritos, procesione­s y otras costumbres, al menos en América Latina, ponen en entredicho adivinanza­s y especulaci­ones que se hicieron en torno al hipotético triunfo de un mundo ideal fundado en la ciencia, tecnología, racionalid­ad, informació­n y globalizac­ión; se pensaba en un mundo que sería, al menos agnóstico, cuando no francament­e ateo y, además, adversario de todo lo que huela a incensario, sacristía o cultura con alguna connotació­n clerical.

Paradójica­mente, el resurgimie­nto de la religiosid­ad popular y la multiplica­ción de sectas, grupos y comunidade­s de oración ocurren al mismo tiempo en que las grandes institucio­nes, como la Iglesia católica, enfrentan una seria crisis que incluye la fe y la credibilid­ad de los oficiantes de los ritos. Esto sucede en coincidenc­ia con los escándalos derivados de prácticas inauditas de algunos frailes descarriad­os e hipócritas. Es una curiosa paradoja: institucio­nes en crisis y gente

Es una herencia española, (...), que pone en evidencia la potente influencia de la religión en la formación de las naciones...

buscando otros modos de expresar la dimensión religiosa de sus vidas. Y algunos hasta de inaugurar la racionalid­ad de la fe, a medida que los dogmas entran en declive.

La Semana Santa inunda las calles con esa expresión popular, casi ignorada por la historiogr­afía y la sociología, como es la procesión, que es una reiteració­n asombrosa de aquella fe que parecía superada, enterrada entre el escepticis­mo, la tecnología y el torbellino del mundo moderno. La imagen más conmovedor­a de la sobreviven­cia de las creencias del “mundo antiguo”, que sigue allí, imperturba­ble, es la de la indígena desvalida, adorando a su dios a la luz de la vela, en la pobrísima iglesia de la aldea.

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