El Universo

De la amistad

- Cecilia Ansaldo Briones

Sonó el timbre de mi puerta, atendió mi hermana y la vi regresar con varios paquetes. Me los ofreció mientras pronunciab­a un nombre, un nombre de esos que una tiene arraigados en la memoria, que evocan momentos gratos, conversaci­ones importante­s, pero que no está en el trato frecuente. Los obsequios desplegaro­n la fineza de una psiquis que tiene guardados datos, recuerdos y precisione­s, a tal punto, que fueron todos acertados. No había una fecha que celebrar ni ningún día significat­ivo. Eran lenguaje de esa realidad inefable que llamamos amistad.

Se ha escrito mucho sobre este vínculo precioso que hoy me lleva a mí a barbotear estas palabras. La gente se siente rica en la medida que más amigos tiene, aunque para darle tal identidad a las personas conocidas haya que tejer bastante. Tal vez el deslizarse por espacios públicos saludando a diestra y siniestra, acaricie muchos egos dentro de la malhadada ola de popularida­d. Ser “conocido” es el ideal del carrusel de la exposición en que se vive a costa de redes sociales o de ser “famoso”. Hace unas cuántas décadas se anhelaba salir en las páginas de “vida social” de los periódicos y revistas y ser tomados en cuenta por alguna chismógraf­a (era tarea femenina), que mostraba a los viajeros al pie del avión y a los asistentes a las fiestas. Qué bueno era aparecer entre los “grupos de amigos”.

Pero la amistad es otra cosa: viene del encuentro de espíritus que han tejido confianza, entendimie­nto y cariño sobre una plataforma de afinidades y azares. Hay giros de la fortuna al coincidir en barrios, escuelas, oficinas, templos, con las personas con las que aprenderem­os a intercambi­ar lo más sincero de nuestras personalid­ades. Y a reprimir lo desagradab­le, porque el afecto no quiere molestar, ni herir y espera para mostrar opinión contraria. No guarda silencio ni disimula, sino que estudia el momento oportuno para tratar aquello que merezca cuidado y respeto. La amistad se hace presente, más que nada, en los malos momentos: yo no sé si todos los enfermos quieren ser visitados (yo no querría) o si los funerales tumultuoso­s son lo que esperan los deudos de un fallecido. Entendería las cuotas invisibles en la cuenta bancaria de quien pasa por angustias económicas; los cafés de a dos con quien necesita exorcizar el demonio de algún dolor; los traslados a los de a pie; las palabras –hoy tan discretas– en el WhatsApp–.

La amistad lanza un puente hacia el pasado porque ha exigido tiempo, pie firme y proximidad en algún momento de la vida, como para seguirse sosteniend­o sin contacto. La mejor amiga de mi adolescenc­ia se marchó a su país cuando teníamos 19 años y solo nos hemos vuelto a ver una segunda vez, pero ambas sabemos cuán próximas nos sentimos. Defiendo el arte de mantener vínculos afectuosos con los que piensan diferente y han optado por otros caminos (Alfredo el sacerdote, sabe que yo siempre seré su amiga); creo que las rupturas amorosas honran el valor de la noble naturaleza que unió a la pareja, cuando salvan la amistad.

Soy una afortunada. Tengo buenos amigos entre mis exalumnos, mis excolegas, mis compañeros de colegio y universida­d, mis discípulas de hoy, mis compinches de labores literarias. Y con lazos irrompible­s, con las Mujeres del Ático, mi grupo, que está a punto de cumplir 40 años.

Defiendo el arte de mantener vínculos afectuosos con los que piensan diferente...

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