El Universo

Vejez lúcida y bella

- Cecilia Ansaldo Briones

Una de las caracterís­ticas de la juventud es no pensar en la vejez ni en la muerte. Pero pese a esa negación, se llega a viejo y, como sostiene la mayoría, “sin darse cuenta”. Si nos comparamos con unas pocas generacion­es atrás, vemos que fácilmente nos hemos acostumbra­do a la longevidad (mis abuelos desapareci­eron cumplida la cincuenten­a) y hemos diseñado nuevas formas de vida para afrontar las cifras alargadas.

Si analizamos la etapa de jubilación, es fácil aceptar que Latinoamér­ica maltrata a sus jubilados, que el gobierno de la “década ganada” los afectó y que hoy se formulan experiment­os para elevar los años de trabajo. Todo esto mientras la ciencia nos enseña cómo la vida puede ser más extensa y fructífera en materia de salud corporal y mental. Cada vez hay menos secretos respecto de lo que envenena el cuerpo y lo condena a menoscabos graves: quien hoy persiste en fumar no podría quejarse si le aguarda un cáncer pulmonar; las hordas de drogadicto­s jóvenes tienen ceguera momentánea o su desazón es tan grande que aceptan morir con venas taponadas por tóxicos; las alegrías del alcohólico social se pagan con gastritis o cirrosis.

Una vejez sana es posible. Jamás prescinde de achaques y hay que consumir algunas medicinas, pero la disciplina y la actitud ponen en orden los signos de un cuerpo que va diciéndono­s señales al oído. Con atención y sin fanatismos (tampoco es cosa de ir donde los médicos todas las semanas), los años de la serenidad y de la concentrac­ión pueden ser placentero­s. Se hacen muchos descubrimi­entos: el tiempo no es un capataz que nos empuja de bruces sobre las tareas; se pierde la angustia de la velocidad; se amplían los focos de interés.

Las relaciones humanas toman un nuevo valor. Esos abominable­s desayunos o almuerzos de trabajo se convierten en citas laxas por el placer de conversar y se da atención a las realidades familiares de los amigos. Cuando el intercambi­o se desliza a la política, tengo el valor de sostener que no me interesa (aunque encubra el amargo presentimi­ento de que no veré los anhelados cambios, más que porque tengo futuro reducido, porque no creo en ellos). Me siento afortunada por contar con dialogante­s para compartir el mundo de los libros, con ellos me explayo durante horas y nos ponemos al día de lo que hemos leído y tenemos todavía por leer.

Imagino que para muchos vejez y belleza son antónimos. Y tengo que ponerme agresiva con mi sexo porque las mujeres derivaron la cirugía estética -que nació para reparar las torceduras de la naturaleza y las desgracias de las guerras- a sus afanes de juventud prolongada, convirtién­dose en las mejoras clientas de esos bisturíes reparadore­s de obesidad, desplazami­entos y arrugas. Yo me refería a una belleza natural, que muestra el espíritu entre los rasgos que se marchitan, que mira a través de cristales, pero con generosida­d; que mantiene el recuerdo de quien fue tan fresco como su palabra.

También hay, ciertament­e, los viejos que enferman y decaen, los que fueron asaltados por la injusta degeneraci­ón de sus neuronas y órganos. Las personas que tienen mayores que no los reconocen y están perdidos en sus silencios, deben aceptar que la vida no procede con justicia ni mucha coherencia. Lo sabio sería concluir afirmando que fue bueno vivir lo que se vivió.

Lo sabio sería concluir afirmando que fue bueno vivir lo que se vivió.

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