La responsabilidad de ser
La reputación es ese intangible que no sabemos lo que vale hasta que lo perdemos. Es algo de lo que estoy convencida. Lo habré repetido cientos de veces, tanto en espacios académicos como empresariales. Parece que lo sabemos, pero se nos olvida. Hemos visto, especialmente en los últimos años, cómo una crisis reputacional le puede costar miles de millones a una compañía.
También pone de relieve cómo la soberbia es mala acompañante. Cuando nos sentimos, ya sea como organización o como individuos, por encima del resto, con un errado concepto de autoimportancia, casi siempre termina con el mundo y la sociedad poniéndonos en nuestro sitio: mirando su espalda.
Y si bien no es nuevo hablar de reputación y de cómo está inherentemente ligada a la responsabilidad con la que actuamos, vuelve a ser un tema de actualidad con casos como el del tenista Novak Djokovic en Australia. El coste reputacional no afecta solo a las empresas, sino también a deportistas o celebridades que se han convertido en una marca (y una máquina de hacer dinero) en sí mismos. No se trata solamente del impacto económico, que les puede importar más o menos, sino de ser conscientes de que
tener una determinada imagen y la consiguiente influencia conlleva una responsabilidad enorme.
Pensar que uno no le debe nada a nadie es vivir alejado de la realidad, más en el momento en que vivimos. Sí, son estrellas gracias a su trabajo y talento, nadie se lo niega, pero los aliados llegan por algo más. Una parte muy importante de los pingües beneficios que recibe un perfil así con el patrocinio de marcas viene por su capacidad de llegar a miles de personas, al representar unos valores. Por lo tanto, sí le deben algo a alguien, al mundo, a los miles de seguidores que depositan su confianza en ellos y que hacen que una marca preste su apoyo.
Deben responsabilidad y conciencia. Es la responsabilidad que conlleva ser ellos.
De la misma forma, hoy la reputación de las organizaciones ha cobrado un papel protagonista en la gestión. Según Forética, los activos intangibles de una empresa cotizada ya representan más del 60% de su valor. El Informe Mundial sobre la Propiedad Intelectual situaba el capital intangible en un 30% del valor de la producción en las cadenas globales de valor. Estudios del Fondo Monetario Internacional (FMI) indican que la reputación aporta el 50% del valor de capitalización de las empresas. Nada desdeñable.
El impacto va más allá de lo meramente económico. La consultora de talento Ackermann señalaba ya en 2018 que el 53% de los candidatos se replantearía optar por un empleo si encuentra opiniones negativas sobre la empresa. Existe una preocupación e implicación ciudadana, cada vez hay más consumidores dispuestos a dejar de consumir productos o servicios de organizaciones por motivos de reputación y compromiso social, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
En este contexto, es esencial asumir que la reputación es transversal dentro de una compañía, no depende exclusivamente de departamentos como sostenibilidad, comunicación o marketing. Un discurso coherente, un compromiso real y acciones tangibles con respecto a los dos anteriores afectan a todos los miembros de una empresa, especialmente a sus directivos, pero también a colaboradores, embajadores y aliados. La sociedad tiene unas expectativas acordes con los tiempos actuales, alimentadas por lo que transmitimos. No estar a la altura puede marcar un antes y un después. Por ello, es posible que marcas como Lacoste estén revaluando la inversión y rentabilidad que representa su contrato con Djokovic.
Más allá de lo corporativo, del mundo empresarial y económico, debemos evaluar el resultado de nuestras acciones, el impacto que cada uno generamos en nuestro entorno, en las personas a las que tenemos la capacidad de ayudar, enseñar e impulsar. ¿Cómo queremos hacerlo, qué huella queremos dejar? Ser y estar supone una responsabilidad, para todos.