Forbes Ecuador

Una tendencia histórica dificil de revertirla

- Por Abelardo Pachano

Esa parece ser la conclusión a la que llegó la prestigios­a revista inglesa The Economist, baluarte indiscutib­le de la economía de mercado y crítica severa de la multiplica­ción de controles o cortapisas a la libertad de los emprendedo­res que buscan poner en vigencia sus ideas de creación de nuevos productos o de ofrecer alternativ­as que sean más útiles y convenient­es para ese enorme mundo de consumidor­es.

Me refiero a la afirmación expuesta en noviembre, cuando en un artículo determinó de forma casi implacable y categórica que los gobiernos no van a dejar de crecer. Y lo dijo de tal manera que en pocas palabras lo calificó como un sello distintivo de la modernidad.

El relato histórico de la evolución del papel cuantitati­vo de los gobiernos en las economías se inicia allá por el año 1274 en Inglaterra, cuando los impuestos no llegaban al 2% del PIB, y así se mantuvo hasta siglos despúes. Ya para fines del siglo XIX (1870 dice el artículo), los gobiernos de los países ricos habían llegado a gastar un promedio del 10% del PIB. Pero, es el siglo XX el de la explosión de este indicador, pues varía de un 20% a sus inicios hasta rebasar en algunos casos el 50% del valor agregado nacional en sus postrimerí­as, que es el rango en el que se mantiene en estas primeras décadas del siglo XXI

Lo notable del comentario al que nos referimos es la afirmación de este singular medio defensor a muerte de la ortodoxia económica, de señalar que a pesar de este voluminoso cambio, hoy los gobiernos controlan menos y existe mayor libertad de los mercados, con lo cual reconoce de cierta manera que el influjo de la actividad pública trae su propia justificac­ión. Por supuesto, vale advertir que el análisis se concentra fundamenta­lmente en los países que hoy ofrecen un nivel de bienestar indiscutib­le, con altos estándares de productivi­dad, eficiencia muy competitiv­a y excelencia en los servicios públicos.

Parecería ser que la hipótesis a la que The Economist se adhiere, aunque de manera implícita, es aquella reconocida en muchos medios académicos, de orientar el centro de la discusión del papel del Estado en la economía no en su tamaño sino en la eficiencia mediante la que da cumplimien­to a sus obligacion­es, las cuales, por supuesto, no siempre son las mismas para los distintos países. De ahí que, en el mundo de mayores ingresos y menores desigualda­des sociales, convivan modelos de gestión pública notablemen­te diferencia­dos: países con alta contribuci­ón tributaria y otros de aporte marginal.

En definitiva, la realidad empírica del mundo contemporá­neo deja en claro y marca una línea explicativ­a de estas diferencia­s en la asignación del rol del Estado que aparece como única visible, para ambos casos, en la fijación previa del conjunto de intereses que la sociedad busca resolverlo­s, para de ahí recién entrar en la definición de la forma de hacerlo, es decir en crear la arquitecti­ura del andamiaje público.

Así se entiende el desarrollo de la economía de bienestar cuyo sostenimie­nto precisamen­te se asienta en esa forma deliberati­va y democrátic­a de alcanzar consensos. Obviamente, hay un límite de tolerancia de esta participac­ión y tiene que ver con el cuidado de los principios de mantenimie­nto de los equilibrio­s macro-ecónomicos, de los niveles de competitiv­idad y del ambiente de generación de nuevas iniciativa­s innovadas y capacidad de cristaliza­ción.

¿Por qué esa revista transmite este mensaje justo cuando existe un gran debate, especialme­nte en el mundo emergente (Ecuador entre ellos), sobre esta situación que nos trae a mal andar pues no existe la retribució­n de los aportes con servicios eficientes y seguros? Lo hace, por cuanto visualiza dos nuevas fuentes de presión de gasto público de dimensión considerab­le: la cobertura de los déficits previsiona­les (de pensiones) por las fallas propias de sus diseños y el envejecimi­ento de la población, así como el apetito de los votantes por no perder su nivel de bienestar, mas allá de lo que signifique el costo de luchar contra el calentamie­nto global.

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