Haciendas, un libro, un viaje, una memoria
Philip Sauer, embajador de Alemania, ha escrito el libro Haciendas, Travels through the history of Ecuador (Haciendas, viajes a través de la historia del Ecuador).
Como dice su título, el libro es un viaje y, al mismo tiempo, un testimonio necesario y oportuno sobre esa sui géneris dimensión de la cultura nacional que es la hacienda, núcleo en torno al cual se desarrollaron la sociedad y la economía, y en donde nacieron esas formas peculiares de ver el campo, construir con el trabajo, querer al paisaje, a la sierra y a los valles, y asumir una forma de vida casi extinta.
De las haciendas dejaron crónicas los conquistadores y colonos, los viajeros, revolucionarios y académicos. Y por cierto, los hombres de campo. En sus casas se alojaron personajes con vocación aventurera, científica y política, como La Condamine, Humboldt, Meyer, Whymper, Bolívar y Sucre. Estuvo en ellas Francisco José de Caldas, quien escribió un casi desconocido itinerario sobre el país de Quito y el mundo rural. Las frecuentó Mario Cicala, el jesuita expulsado que escribió la mejor crónica del país del siglo XVIII.
En la remota Navidad de 1808, en la casa de Chillo Compañía, se reunieron quienes por entonces planeaban la libertad de un territorio llamado Quito. En las haciendas se refugiaron los patriotas después de las derrotas de El Panecillo y San Antonio de Ibarra, en 1812. Manuela Sáenz, conspiraba a ratos desde Catahuango. Los jesuitas organizaron la educación con los recursos de San José, La Compañía, Yúrac y todas las que el rey español les expropió en 1767. Sobre los aposentos incaicos de Mulaló, se edificó San Agustín de Callo. Humboldt se planteó la nueva dimensión de la naturaleza desde las casas rurales donde se alojó. Ascendió al Chimborazo partiendo del tambo de Chuquipogio.
Desde el siglo XVI, innumerables artesanos decoraron pórticos, columnas y muebles que perduran en Las Herrerías y Zuleta, en la Merced y Pinsaquí. En otras haciendas de páramo o de bajío, entre la humildad del adobe y el bahareque, quedaron las memorias de las vaqueadas y los rodeos.
La arquitectura en que se inspiró la hacienda originaria, de incuestionable origen español, se enriqueció con los aportes de los hombres andinos, con la cancagua nativa y la piedra volcánica que sirvió para labrar los portones y las cruces. Los patios, cercados por corredores y aleros, y concebidos a modo de las plazas de los pueblos, fueron el punto de partida de los caminos reales, y el sitio de encuentro y llegada de labradores, cosechas, ganados y familias.
El libro de Philipp Sauer responde a lo que yo llamo “el sentido de la tierra”. Es un testimonio de cómo los techos de teja de las casas, ranchos y establos se incorporaron con naturalidad al paisaje, sin romper la armonía de la cordillera, al punto que esos caserones solariegos parecen un complemento de los Andes. Ese “sentido de la tierra” que tiene el libro, es el mismo que inspiró a Gonzalo Zaldumbide, cuando dedicó su novela clásica a “los árboles de Pimán, lejos de su sombra.”
¡Las haciendas tienen en el libro de Philipp Schauer un espacio que las reivindica y fotografías que las rememora. Breve y completo, el texto asocia la historia, entendida como viaje en el tiempo, con la geografía concebida como paisaje y estética; destaca, además, el entramado cultural que la hacienda contribuyó a crear, como expresión del criollismo y el mestizaje.
¡El libro es un testimonio. Es también una invitación a dejar la ciudad e ir a una casa antigua, de cuartos profundos y jardines bellos, a respirar otro aire, a entender el país desde la perspectiva del balcón que da al campo, y a mirar la grandeza y la solemnidad de los Andes, desde el potrero o el secano, o bajo un árbol solemne con edad de siglos.🅕