El día después
Hace algunos años, y con precisión en 2011, tuvimos como familia una noticia terrible.
Mi hijo Carlos, deportista, piloto, lleno de aventura en el alma, conocedor de los páramos ecuatorianos, pescador y aventurero, perdió la movilidad del brazo derecho.
Una mala práctica médica y una bacteria hospitalaria casi terminan con su vida. Para nosotros fue un impacto tan fuerte que es inexplicable; no se lo deseo a nadie. Todo se hizo sombrío. La vida de nuestro hijo dependía de una máquina y durante más de un año vivió con el brazo derecho inmóvil y el izquierdo conectado a un aparato que enviaba unos antibióticos directo por un catéter a su corazón. Con todo este escenario dantesco y tétrico, mi hijo jamás perdió la alegría y el optimismo. Nosotros no sabíamos qué hacer; mi esposa vivía con él en el exterior y yo viajaba cada vez que podía a acompañarlos. Él nos dio fuerza a nosotros para seguir, mantenía su alegría, optimismo y, sobre todo, unas ganas de no dejarse vencer. Pasaron los años y hoy, a sus 30 años, a pesar de su lesión, sigue igual o más entusiasta con sus días. Emprende en negocios, no para y es el motor de nuestra casa.
Ahora preguntarán por qué les cuento todo esto. Hace algunos días me encontraron un tumor de los típicos que llevan esa palabra catastrófica. Lo primero que pasa por la mente es “chuta, por qué a mí, qué hice para merecer este diagnóstico y ahora qué hacemos”. Y, claro, vienen las reflexiones (desde ahora seré más comprensivo, aprovecharé más de la familia y amigos) y los buenos deseos (que el trabajo sea más chévere, que todos los que me rodean estén mejor, que el país avance, que la política mejore, que la gente progrese). Te acercas a ese dios al que nunca regresas a ver si no es cuando estás jodido. Juras que nunca más te pondrás bravo, que serás más compresivo, bueno… prometes de todo y para todos.
Después viene el drama del diagnóstico. Y más tarde, tras algunas semanas, si tienes suerte, te comentan, “usted está libre de cáncer”. Qué alegría, qué maravilla, voy a cumplir todo lo que reflexioné, la lista es larga, pero lo voy a hacer. ¡Qué bien! ¡Dios existe, se acordó de mí! Así es con todo, quieres más a todos, ¡vuelves a nacer!
Pero pasados dos días vuelves a lo mismo: te cabreas con el bus que te cerró, pitas, te molestas con el tráfico, te agobian los motociclistas que hoy hay por miles, vuelves a la neurosis de tu trabajo y de la vida, te persiguen los cucos que nunca superaste. Todo vuelve a lo mismo. ¿De que sirvieron el susto y las reflexiones? De nada, todo es lo mismo: ves el noticiero que juraste no volver a ver, lees las páginas digitales y siguen subiendo los muertos, la guerra de Ucrania te agobia, los niños afectados por la invasión te sacuden el sentimiento y todo es lo mismo o peor. Además, tu lista de deseos ya no existe y vuelves a tu lista vieja, que en realidad nunca escribiste.
Hoy me di cuenta de que mi hijo me dio una clase de vida y superación. Qué gran ejemplo es para mí. Él ve la vida diferente y estoy seguro de que ese es el camino.
Y, en este andar, los chicos de la selección de fútbol también me han inspirado con un mensaje de humildad, equipo, juventud y, sobre todo, de lucha por un fin común: Catar es de todos los ecuatorianos.
Ese es el camino. Implica trabajo, emprendimiento, ideas. Menos política y más unión por el bienestar de todos. Que la sociedad entienda y respete los espacios de otros sin bloqueos que no conducen a nada, que el interés primario de cada uno de nosotros se convierta en un interés general, de cambio y bienestar. Que el trajín de cada día sea con responsabilidad en cada uno de nuestros actos.
Es el momento de los emprendedores, de los empresarios, de los que quieren hacer del Ecuador un país de progreso.
El peor cáncer, en realidad, es nuestro propio egoísmo.