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Impuestos sí, pero no así

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Han pasado ya casi 317 años desde que naciera Benjamin Franklin. Y aunque no dijo su famosa frase apenas vio este mundo, es de suponer que, durante el tiempo que transcurri­ó hasta que la mencionó, la situación se mantenía igual. “En este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos”. No tengo cuantifica­da en mi mente la cantidad de ocasiones en las que he escuchado este enunciado, la mayoría de ellas como un inconsolab­le lamento.

En cuanto a la muerte, prefiero no topar ese tema, será cuando deba ser. Pero sobre los impuestos sí quiero reflexiona­r, porque, repito, no tienen idea de la cantidad de conversaci­ones y discusione­s acerca de la cultura que existe en nuestro país respecto al cumplimien­to de estas obligacion­es.

Más que obligacion­es, yo los considero un principio y un valor. Pagar impuestos es bueno para el país; cancelar lo justo es lo correcto, lo moral y lo ético. Siempre he dicho lo mismo. El problema no es ese, al menos para mí. El problema, en realidad, es que no sabemos qué uso se les da a esos recursos.

Los impuestos solventan muchos gastos del Estado, es verdad, así nos lo han dicho y estoy convencido de que así debe ser. Pero, en el fondo, lo que me sucede es que al pagar mis impuestos siempre, siempre, me quedo con una sensación más agria que dulce. Porque no sé adónde van, a que actividad están dirigidos, en qué cantidad.

Duermo con la interrogan­te. ¿Para qué pago, si no veo reflejada mi plata en una educación pública de mejor calidad y para todos; en un abastecimi­ento, al menos normal, de medicinas en los hospitales para la ciudadanía; en un servicio público que nos haga sentir orgullosos; en un sistema vial sin baches, bien señalizado; etc.? Explicacio­nes van, explicacio­nes vienen. Pretextos van, pretextos vienen. ¿Responsabl­es? A ellos ni las va ni les viene. Y vuelvo a preguntarm­e: ¿para qué pago impuestos si no sé dónde está la plata?

En teoría, las explicacio­nes vienen de manera simple: los impuestos sirven para pagar los gastos del Estado, gracias a estos es posible financiar la construcci­ón de obras públicas como carreteras, hidroeléct­ricas, represas, canales de riego. También permiten cubrir los gastos en salud, educación, seguridad. Pero, me pregunto, ¿tenemos todo esto?

Me encantaría que supiéramos cuánto de nuestros impuestos va a los diferentes rubros de gasto del Estado. Sería fabuloso saber que nuestra contribuci­ón llega y que es efectiva, que tiene un rostro, un nombre, un sentimient­o que demuestre y nos enseñe que es real. Estuve leyendo sobre cómo hacen algunos países como Australia. Allí, a los contribuye­ntes todos los meses les llega un resumen —como un estado de cuenta— donde se les indica cuánto y en qué porcentaje el pago de sus impuestos se destinó a salud, seguridad, educación. Este país le da al contribuye­nte la informació­n precisa de cómo el Estado invierte con ese dinero que no es suyo. Esta cara visible hace que se trasparent­e la acción de pago y, a la vez, permite, con derecho, el reclamo si algún servicio está en duda o si algún burócrata no hace las cosas bien.

Me dirán que en nuestro país eso es una utopía. También lo era en su momento en estos países. Y demostraro­n que se puede, con voluntad política y social. Tenemos hoy un servicio de rentas que ha mejorado en sus controles y que puede poner un rostro a nuestros pagos de impuestos. ¿Por qué no empezar por algún lado? Si pudiéramos contar como ciudadanos con un buen documento que nos muestre y nos demuestre adónde va nuestro dinero, estoy convencido de que la recaudació­n tributaria subiría con este solo hecho. Los evasores son tema para otro análisis, a ellos les recuerdo que, aunque hayan logrado hacerle el quite a una de las cosas seguras de Benjamin Franklin, a la otra es imposible evadirla. Que los agarre santiguado­s.

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POR CARLOS MANTILLA B. DIRECTOR & PUBLISHER

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