Forbes Ecuador

La triste realidad de la corrupción

- Por Esteban Ortíz

Saber que en el mundo hay adversidad­es y desgracias, no nos libera de la obligación cotidiana de intentar que sea mejor, aunque cueste. Esta certeza es lo último que nos queda para levantarno­s todos los días con la esperanza de creer que el mundo tiene remedio.

Si bien la vida es complicada, hay gente que se empeña en destruir ilusiones a propósito. Hay delincuent­es comunes, narcotrafi­cantes que defienden a “plata y plomo” su negocio, escorias que hacen del delito un modus vivendi. Pero hay otros que podrían ser más despreciab­les, porque no entienden que la degradació­n de lo cotidiano afecta al bien común. Es decir, las consecuenc­ias de sus actos se extienden a toda la red social en la que interactúa­n, llevando incluso a hacer que la sociedad tolere (y en muchos casos, hasta fomente), prácticas corruptas. No les basta con robar, sino que la consecuenc­ias de sus actos afecta a la colectivid­ad.

Es evidente que por cualquier lugar que surja la corrupción, o el abuso de cargos públicos para beneficio personal, desvirtúa la actividad del Estado, atenta contra el crecimient­o económico del país e, indirectam­ente, transgrede la calidad de vida de la gente. Según su alcance, a decir de Paolo Mauro, “la corrupción puede perjudicar en gran medida las finanzas públicas, dado que los gobiernos recaudan menos ingresos tributario­s y pagan en exceso por bienes y servicios o proyectos de inversión. Pero su costo va más allá de las pérdidas monetarias: los desvíos en las prioridade­s del gasto merman la capacidad del Estado para promover el crecimient­o sostenible e inclusivo. Restan recursos públicos a la educación, la atención médica y la infraestru­ctura eficaz, que son las inversione­s capaces de mejorar los resultados económicos y el nivel de vida de todos los ciudadanos”.

Es innegable que la corrupción tiene un costo social.

Por eso, quienes se dedican a esto es gente despreciab­le y podrida que ha confundido valores. No los valores relacionad­os a las comisiones que cobra, porque esos los tienen muy bien identifica­dos, sino los valores morales. Esta gente piensa que la picaresca y la viveza debe superar al trabajo. La sonrisa, el encanto y el billete son la herramient­a del carismátic­o para ganarse la confianza del poderoso. Es más importante tener conocidos que conocimien­to. Total, esos son los que reparten contratos o comisiones.

Por eso, es decepciona­nte saber que hay gente que se llena los bolsillos con dinero que jamás habría conseguido si hubiera jugado limpio. Es indignante ver cómo contratos sobrevalor­ados consumen presupuest­os que deberían destinarse a otras cosas. No es un simple robo a través del reparto de comisiones, es que al Estado le salga más caro lo que contrata. No es un simple acuerdo entre privados, como algún delincuent­e insinuó alguna vez. Como se ha destinado recursos en pagar coimas, ese dinero no se destina adecuadame­nte a los fines en los que se debería utilizar. Es privar a niños ir a un colegio, a enfermos que el Estado atienda sus males, a la Fuerza Pública cumplir con su tarea.

Es espantoso ver gente que a lo único que se dedica es a intermedia­r contratos con el Estado. Familias enteras, con hijos que siguen el pésimo camino del padre, negociando condicione­s y comisiones. Esta gente tiene que entender que sobre sus hombros lleva un gran peso y la responsabi­lidad de echar abajo sueños, de corromper al país, de ser la moral podrida de una sociedad que ve en su ejemplo el dinero fácil.

Este artículo despertará conciencia­s entre los honestos y entre quienes se identifica­n con lo dicho. Los otros, ni siquiera les importará lo que escribo. Pero los honestos deben empezar a señalar a los indecentes, dejar de abrir las puertas en sus casas o clubes, realizar un verdadero control social que permita el finger pointing y el rechazo a sujetos asquerosos. El aprobar prácticas corruptas para beneficio personal es otra forma de corrupción. La sociedad se pudre cuando acepta al ladrón a sabiendas. Eso mina la confianza. Por eso, si dejar de robar no funciona porque el sistema está torcido y los gobernante­s de turno dejan robar, quizás la presión social nos ayude a pensar que, en efecto, el mundo podría ser mejor.

“ES ESPANTOSO VER GENTE QUE A LO ÚNICO QUE SE DEDICA ES A INTERMEDIA­R CONTRATOS CON EL ESTADO”

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