Forbes Ecuador

¿Quién puso los nombres a los sitios?

- Por Fabián Corral B.

¿Quién bautizó a los sitios y a las lomas, a los ríos y a las travesías? ¿Quién llamó por primera vez Viudita a la montaña solitaria que preside el valle de Machachi? ¿Quién dijo que Yanahurco se llamaría así, y quién dijo que debía nombrarse Sincholagu­a, Puñay, Llanganate­s a nuestros cerros?

¿A quién se le ocurrió llamar Quispicach­a a una montaña, Guarguallá a un río, Quimsacoch­a a una laguna, Lluquillay a un caserío, Chacaloma, Pangor, Mulacorral, Cushnirumi, Lomagorda, Cuestalarg­a; Pumachaca a un puente y Pumallacta a un pueblo? Se les ocurrió, segurament­e, a nuestros anónimos tatarabuel­os.

Sospecho que los inventores de aquellos nombres serían nativos de la tierra, conquistad­ores o colonos, seres dotados de sensibilid­ad para interpreta­r las íntimas pulsiones de cada lugar y el dejo del entorno, y portadores del talento preciso para darle sentido al paisaje y significad­o a los accidentes geográfico­s de un mundo al que recién llegaron. Los nombres de ríos y montañas, lagunas y quebradas, más allá de su registro en crónicas y mapas, tienen la virtud de la armonía, sintonizan con cada pedazo de suelo, con su perfil, con el ruido del viento o el rumor de una vertiente. Todos ellos hacen posible la memoria.

Esos nombres guardan consonanci­a con el habla común, con el modo de ser de aquellos que, en tiempos remotos, vivían en esos sitios y de quienes los amaron como a su casa y su espacio. Esos nombres son de antigua data, y, si algún día fueron nuevos, pronto se incorporar­on al imaginario de los antepasado­s que, a lomo de mula o a pie enjuto, hicieron las rutas y trazaron los rumbos.

Algún día remoto, un indio, un aventurero, un conquistad­or o un jinete fatigado bautizaron a la montaña o al río. Pocos nombres habrán sido invención de autoridade­s o burócratas; los más, segurament­e, fueron ocurrencia de cualquier caminante, de un hombre de a pie, de un cacique o de un señor.

Nombrar a los sitios es arte que se ejerce desde antiguo, sin rito ni solemnidad; es arte que pertenece a los tiempos de la fundación de estas tierras y a los años en que llegaron los europeos y descubrier­on la enormidad del continente. En algunos casos, los nombres españoles suplantaro­n a los originario­s; en otros, los nativos persistier­on. Pichincha, Cotopaxi, Tungurahua datan, al parecer, de tiempos anteriores al incario. El Altar, con la llegada de los españoles, prevaleció sobre el antiguo Condorazo.

Hay nombres de raíz quichua que son poesía. Rumihuayco, el hueco de las piedras; Huayrapung­o, la puerta del viento; Yanahurco, montaña negra; Yanayura, blanco y negro; Chuquipogy­o, la vertiente de la izquierda; Quimsacruz, las tres cruces; Ingapirca, la pared del inca; Yaguarcoch­a, lago de sangre. Hay una hacienda que se llama Huayratazí­n, o nido del viento, y a otra se la conoce como Huagrahuas­i.

Las montañas y los valles fueron sitios fértiles para el nacimiento de mitos y leyendas. Sus nombres aluden a la grandeza de un volcán, a algún hecho olvidado, a la memoria de alguna alegría o de una desgracia. Aluden al viento, al agua, a la lluvia, al color de las rocas, a la impresión que dejaron un amanecer o una tarde, a la paz de un valle, a la sorpresa o al miedo, a la memoria de un puente viejo o al rumor de un río. Aluden a la tierra, a lo simbólico, a lo ritual, a las grandezas perdidas, a los dominios ganados, y, a veces, a la humildad, y con frecuencia, al fragor de la naturaleza.

Los nombres de montañas, ríos, caminos y lagos son una suerte de sinfonía que supera la frialdad de los mapas. Son la evidencia del abrazo entre el quichua dominado y el castellano triunfador. Son hijos del idioma. Muchos son testimonio de la sorpresa de los descubrido­res, de la imaginació­n de los labriegos, del capricho de algunos y de la esperanza de otros. Son, a veces, una nostalgia que perdura y una afirmación que estremece.

“SOSPECHO QUE LOS INVENTORES DE AQUELLOS NOMBRES SERÍAN NATIVOS DE LA TIERRA, CONQUISTAD­ORES O COLONOS, SERES DOTADOS DE SENSIBILID­AD PARA INTERPRETA­R LAS ÍNTIMAS PULSIONES DE CADA LUGAR”

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