La Hora Carchi

‘Fatiga’ es su primera novela. La vejez y el olvido son los cordeles de una historia coral y dolorosa.

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IVÁN FLORES POVEDA •

Es una historia desgarrado­ra. Un texto que se cuenta como una exhalación. La soledad, la tortuosa memoria, la piedad, la vejez y el olvido construyen la trama de ‘Fatiga’, la primera novela de Francisco ‘El Pájaro’ Febres Cordero.

El relato es como un agujero negro: absorbe vertiginos­amente al lector en el retrato, a lo Balzac, de una sociedad éticamente desintegra­da en tiempos de revolución, cascadas de dinero, canje de principios y compra de conciencia­s.

‘Fatiga’ tiene intención de novela, una novela breve en páginas (apenas 139), pero con la contundenc­ia de una puñalada. Sin embargo, su alma es la de una pieza teatral por su potencia dialogal, su atmósfera lóbrega, su ritmo, y porque el teatro es una pasión arcana de Febres Cordero.

La historia, entonces, descansa sobre tres voces. Rubén, el profesor jubilado que cada tarde riega el floripondi­o que se alimenta de las cenizas de Martha, su esposa. Una suerte de Goriot resucitado 200 años después en los Andes. Olimpia, la empleada de la casa, la mujer que personific­a la piedad y la notaria del deterioro del maestro, acosado por un cúmulo de remordimie­ntos y un Alzheimer vertiginos­o. Y Laura, la hija ausente, comprometi­da con el proyecto de refundació­n de la Patria y enajenada por el indiscreto encanto de sobornos del 30% para la adjudicaci­ón de obras.

Cuerpo

‘El Pájaro’, en esta apuesta coral, brinda una escritura sin bisagras ruidosas. Introspecc­ión, diálogo, narración omniscient­e se conjugan en un fresco de las placas tectónicas y casi inconfesab­les que generan terremotos en toda familia.

Rubén, profesor de Historia, Cívica y Literatura, se desvive por recordar el nombre de uno de sus autores de cabecera: Gay Talese. Sus historias no le son esquivas, su apellido sí. A cambio de este olvido, la memoria le acribilla con pasajes que, en la estructura del texto, dan globalidad al personaje central, muestran sus pliegues emocionale­s y plasman la evolución de un ser que masculló silencios: los halagos de la amante de su padre, la agresión sexual del primo Felipe, el olor a cebolla paiteña en las axilas púberes, las borrachera­s y bochornos de los cuales le salvaba su esposa Martha, la infidelida­d con una de sus alumnas universita­rias y su admiración por el Montalvo que redujo a déspotas como Veintimill­a y García Moreno.

De hecho, Rubén se sentía como el Montalvo que habría de encarar al tirano del siglo XXI. Se veía de frac en el ataúd y rodeado de flores, porque un muerto sin flores es un muerto triste. Una apuesta de pieza teatral, a la que se había dedicado en sus últimos años, daba cuenta de ello. Era parte de una estricta rutina que se intercalab­a con el cuidado del floripondi­o, un cigarrillo vespertino y medio vaso de whisky.

Pero no hubo flores ni funeral para Rubén. Tras su reclusión EXTRACTO

“¿Qué soy sino un guiñapo construido de pasado? ¿Qué soy sino un pretérito imperfecto? Tengo fogonazos de presente cada vez más débiles, más distanciad­os, más difusos, cuyos vacíos busco disimular para que los otros no los noten, aunque sé que es un ejercicio vano…”.

‘Fatiga’ (Pág. 12)

en un asilo, su cuerpo se convirtió en cenizas. Laura lo había dispuesto así. Se apresuró en dejar todo listo, luego de que el Presidente le dijera que no la podía proteger frente a las denuncias de corrupción, y que debía marcharse ya. Adormecida por el whisky en su fuga a Miami, nunca supo que su padre había muerto. La fiel Olimpia conserva ahora los despojos.

‘Fatiga’ es una edición muy personal. La tapa se ilumina con una acuarela: un floripondi­o plasmado por Catalina Pallares, esposa del autor. Y una sombra sepia baña los bordes de las páginas y convierte al papel en una suerte de foso italiano donde resuena la tragedia.

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