La Hora Carchi

Curiosas navidades

- GERMÁNICO SOLIS

Este artículo lo escribo con toda querencia y amor que habita en mi corazón. Mi abuela materna se llamó Rosa Elena Bayas, llegó junto a mi abuelo hasta esta hermosa provincia de Imbabura, cuando integró aquella hazaña que rompió las entrañas serranas, a la par que se tendían las rieles del tren desde Quito, para finalmente culminada la vía en Ibarra, asentarse en Otavalo. Ellos conversaba­n las proezas y heroísmo que significó esa empresa.

Mi abuela fue una mujer delgada, ágil, de rostro templado, señora del corazón más dulce que he conocido. Parte de su elegancia eran sus delgadas trenzas asentadas sobre sus hombros, el pañolón de marca “Magdalena”, sus vestiduras habitualme­nte oscuras, cubrían con la anchura sus piernas. Sus manos rugosas mostraban pequeñas nudosidade­s, eran manos diestras aventando la cebada, desgranand­o el maíz, cociendo los sabrosos locros, repasando los libros de oración y ejerciendo la honrada gracia de escribir.

Había criado nueve hijos, formó un bendecido hogar y se mantuvo intachable, estricta, equitativa hasta su fallecimie­nto. Sus años le dieron tiempo para entender el rigor y lindeza de vivir. Su alma tocaba la felicidad cuando escribía cartas a sus hijos ausentes. Su oficio de escribient­e trascendió, muchas personas cercanas a su morada le encomendab­an asiente en el papel las vicisitude­s y contingenc­ias íntimas.

La casa de mis abuelos era un paraje celeste, era el eslabón entre la ruralidad habitada por indígenas y la población urbana. En navidad muchas personas le pedían escribiera largas cartas a los seres ausentes para enviarlas por el correo nacional. La navidad se extendía por dos meses o más, hasta cuando el correo traía de vuelta las novedades de los emigrados. Era cuando terminaba el compromiso de mi abuela, leía las novedades que traían esos escritos, los vecinos le gratificab­an con granos y frutos, unas gracias o alguno con una moneda de baja denominaci­ón.

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