La Hora Carchi

La restauraci­ón de Notre Dame será larga y costosa

El hombre desapareci­ó el 17 de abril de 2012. Su historia es también la historia de todos los desapareci­dos.

- POR: Carolina Ponce Lara

Clelia Abril marcará hoy un número 84 en su calendario. Un mes atrás, hizo el 83; en febrero, el 82 y así... Sus verdes ojos guardan aún la esperanza de que, en el próximo mes, no se escriba el 85. Hoy se cumplen 84 meses desde la última vez que Clelia supo de su hijo. Por siete años, la foto de Camilo Tobar ha recibido a los visitantes en su casa; una imagen colocada como bienvenida para el propio Camilo, para que a su vuelta se reconozca y sepa que está seguro, en casa.

Esa fotografía no solo cuelga allí. No. La perseveran­cia de esta madre ha logrado que la imagen supere ríos y montañas. De hecho, ha superado fronteras. Cada persona que pase por el puesto fronterizo entre Colombia y Ecuador hallará el rostro de su hijo.

Camilo no llegó a cenar. El silencio que había en el fondo de esa última llamada, se ha convertido en el vacío que deja cada día su interminab­le búsqueda. “Le espero inútilment­e día y noche, pero tengo la confianza de que vendrá”, dice Clelia.

Las sospechas comenzaron al día siguiente, el miércoles 18 de abril de 2012, cuando su hermana, Pilar, recibió una llamada sobre una entrevista sobre un nuevo trabajo para Camilo. Ella y su madre intentaron comunicars­e con él, pero nada. No contestó el teléfono y no fue a trabajar. La denuncia de desaparici­ón se hizo esa misma tarde.

Por entonces, Clelia se decía a sí misma ‘enseguida se va a arreglar; lo vamos a encontrar como sea’, mientras entregaba su tiempo y confianza a la Justicia. Ahora, sentada en el comedor de su casa, rodeada de fotos, se pregunta: “¿A quién grito? ¿A quién pido que regrese mi hijo?”. Y anhela esa paz.

Hoy volverá el recuerdo. Hoy a su mente vendrá ese hijo explorador,

esa alma curiosa e incansable que de niño hizo estallar las ventanas de la casa por hacer experiment­os químicos. El recuerdo de un chico de 15 años que transformó un pequeño Fiat viejo y casi inservible en el transporte en el que viajaría a la playa junto a su familia. “Segurament­e si llegaba a sus manos algo de medicina, hubiera sido capaz de operar”, dice su hermana Pilar, entre risas.

Al hablar de Camilo, su madre y sus hermanos recuerdan siempre su ‘buen carácter’, su forma de ‘tomar el pelo’, de hacer chiste de todo, de su gusto por ayudar. A sus 51 años, pasó por varias universida­des sin finalizar una carrera. A pesar de ello, quienes lo conocían no podrían negar su habilidad. Tanto en su casa, como en su barrio, las personas que lo rodeaban siempre contaban con él para cambiar un foco, arreglar un interrupto­r, cambiar un tanque de gas, o incluso, ayudar con alguna compra.

¿Cómo se afronta una desaparici­ón?

La ausencia juntó a la familia, pero quebró su rutina. Los domingos nunca volvieron a ser iguales; la misa, el café, las risas y las historias de la semana quedaron atrás. Sus horarios giraron en torno a almuerzos, cenas y visitas programada­s entre los tres hermanos para no dejar a Clelia sin compañía. Camilo era quien los animaba a reunirse.

La relación entre la familia y los vecinos también se fortaleció. Tras su desaparici­ón, Clelia y sus hijos afrontaron otro episodio desagradab­le: la mascota de la familia fue envenenada. Clelia entonces iba a la tienda cercana con los ojos llenos de lágrimas y lamentándo­se de la maldad de la gente. Esta escena, cuenta su hijo mayor Luis, la vio un niño de 5 años, quien, en una tarde lluviosa, cuatro días más tarde, tocó la puerta de Clelia con una perrita entre sus brazos, que la acompaña hasta hoy en su casa.

A Camilo lo veían casi como un GPS humano -conocía todo y su sentido de ubicación resultaba envidiable-. Pero un día se extravió, y con él los paseos al campo, los viajes fuera de la ciudad y su espíritu deportista. Junto a su recuerdo quedaron atrás el fútbol, las caminatas por el parque y las exploracio­nes en áreas naturales.

Cada 4 de enero se encienden las velas de una torta por su cumpleaños, y su familia une las voces para cantar junto a una de sus fotos. Él no se ha desvanecid­o con el tiempo. “Sus sobrinos siempre lo ven entre las flores”, dice Clelia. A pesar de que cuando lo conocieron eran aún muy pequeños, recuerdan a su tío entre las plantacion­es.

En la búsqueda

Para la familia Tobar Abril, la silla vacía que acompaña desde aquel día cada almuerzo y merienda, es la huella de un largo proceso judicial que no progresa, de los procedimie­ntos inconcluso­s, de las autoridade­s ineficient­es, de los retrasos procesales, de la falta de respuestas.

Una vez puesta la denuncia, y junto al fiscal asignado, los primeros días se convirtier­on en la eterna espera de una llamada que nunca llegó. A partir de la segunda semana, en la que se repartiero­n afiches y se publicaron fotos en internet y redes sociales, la familia recibió varias llamadas por recompensa­s por alrededor de seis meses. Las llamadas llegaron incluso al número de Clelia, que nunca fue publicado.

Las autoridade­s estaban al tanto del caso. El hermano mayor de Camilo, Luis, recuerda que el comandante de Policía de esa época, Rodrigo Suárez, se enteró a las cuatro horas; el exministro del Interior José Serrano a la medianoche, y el expresiden­te Rafael Correa al día siguiente. “Ni teniendo esa oportunida­d y facilidad de acceso a las autoridade­s se pudo hacer algo. ¿Qué será de la gente que no tiene a nadie, que quiere acudir y se topa con unas paredes infranquea­bles?”.

“En algún momento José Serrano le dijo al presidente Correa, delante de mi mamá y mi hermana, que el tema de Camilo es un ‘asunto reservado’. ¿Dónde quedó todo?”, se pregunta.

Los ‘entorpecim­ientos’ iniciaron durante ese lapso entre los primeros seis meses y el año y medio después de la desaparici­ón. El caso ha estado en manos de más de 15 policías, 8 fiscales y pasó de la Unase a la Dinased.

En el país hay 840 fiscales, cada uno revisa un promedio de 481 casos al año, si no son más. Hasta finales de 2018, la Fiscalía determinó un déficit de 228 fiscales. Esto se ve amplificad­o si se comparan esas cifras con las del resto de la región, donde la media es de 12 fiscales por cada 100.000 habitantes, mientras en Ecuador hay apenas 5. La familia de Camilo sufre este déficit.

Tropiezos

El inconvenie­nte ‘uno’ se presentó después de que el primer fiscal designado, Fabián Salazar, tuviera que hacerse cargo también del caso de los ‘10 de Luluncoto’. Esto causó que la Físcalía cerrara por tres meses el tema de Camilo. Tras ello, pasó casi un año sin moverse.

Los fajos de carpetas y papeles que se acumulaban fueron útiles a partir de 2016, gracias a un agente que permaneció cerca de dos años y medio en el caso y descubrió pistas en ciertas llamadas telefónica­s.

Con pesar, Pilar indica que ese agente fue cambiado a otra dependenci­a y que, desde diciembre pasado hasta los primeros días de abril, no contaron con fiscal y el proceso se volvió a estancar.

Hubo dos intentos fallidos de hacer allanamien­tos en las casas donde se creía que había pistas, que, en un principio, no se dieron debido a un ingreso erróneo de las direccione­s por parte de una fiscal. Y cuatro personas acudieron a rendir versión, en un acto sin peso legal, y que luego murieron repentinam­ente por infartos.

La ‘muletilla’ de acudir a los salones judiciales para escuchar: “Ustedes como familiares, ¿qué quieren saber? Hagan las preguntas”, los ha llevado a cuestionar­se: ¿Dónde queda el trabajo de investigac­ión de los fiscales, de los abogados, de quienes sí conocen sobre técnicas para hacer preguntas y repregunta­s a los acusados?

Con resignació­n, Pilar dice que no considera un progreso lo que ha pasado todo este tiempo. Dos últimas llamadas, direccione­s de casas y quiénes eran sus habitantes es lo que queda por investigar, y en lo que no se ha avanzado desde agosto pasado.

Casi son 2.100 páginas del proceso, y entre cartas e informes que van y vienen, la visualizac­ión del caso se ha logrado únicamente a través de la Asociación de familiares de personas desapareci­das en el Ecuador (Asfadec).

Con Asfadec y la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (Inredh) se realizaron algunas solicitude­s a la Fiscalía sobre las cifras oficiales entregadas, pues un estudio propio demostraba inconsiste­ncias.

A pesar del largo camino que ha tenido que recorrer, Clelia viaja por el país cada vez que puede, o cuando alguien la puede llevar. Entrega los afiches con la foto de Camilo, y hasta han conseguido que los repartan desde un helicópter­o por lugares aislados del país. “Cuando me siento bien, con fuerzas, me voy contra viento y marea. Pero a veces mi salud es delicada”, se lamenta.

Un cartel un poco desgastado, arrimado contra el sofá de la sala, lleva impreso el afiche, junto a su foto favorita. “Es mi bastón”, señala, mientras lo acomoda y lo para firme a su lado. “Mi eterno compañero”.

Con él, a sus 87 años, Clelia asiste a los plantones por los desapareci­dos cada vez que sus fuerzas se lo permiten. Su hijo mayor, Luis, cuenta cómo ella sale a las ocho o nueve de la mañana en el bus hacia el Centro Histórico de Quito para escuchar misa o participar en los plantones. “Me imagino que es porque mira por las ventanas a ver si alguien se parece a Camilo”, dice Luis.

Hasta ahora, ella le repite a Luis: “Tengo que estar arreglada para que cuando venga Camilo no me vea hecha pedazos”. Ese deseo es compartido: “Todos estamos pendiente a donde vayamos -explica Luis-, tratando de buscarlo”.

El último viaje

Las imágenes de Camilo predominan en la casa. Entre ellas, aparece un álbum de un matrimonio en Guayaquil al que asistieron la semana previa a la desaparici­ón. En una de las fotos se lo puede ver con un cigarrillo en la mano, sentado en el antepecho de un balcón. “Un amigo le dijo: espera un rato, voy a tomarte una última foto antes de que te tires”, recuerda Clelia.

Hijos, primos y nietos habían viajado hasta la Costa para la reunión. Clelia y su hija Pilar sonríen cuando miran las fotografía­s. Una muestra a Camilo riendo exageradam­ente. “Era fanático de hacer bromas”, dice Pilar, y recuerda que también en su cumpleaños y en el de sus hermanos hay un momento en el que piensan en él y dicen: “Si el Cami estuviera aquí, hubiera dicho esto”.

Al despedirse de aquel viaje, Clelia le agradeció a su hijo Luis: “Creo que ya es mi despedida, porque me voy a morir”. Pero siete años después sigue de pie, sin poder compartir estos recuerdos con Camilo, y es ella quien anhela volver a vivir unos días como aquellos.

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 ??  ?? RECUERDO. Las imágenes de Camilo abundan en la sala de su madre.
RECUERDO. Las imágenes de Camilo abundan en la sala de su madre.
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TIEMPO. Los afiches de la desaparici­ón están incluso en la frontera.
 ??  ?? PROTESTAS. Clelia sigue asistiendo a las protestas en la Plaza Grande.
PROTESTAS. Clelia sigue asistiendo a las protestas en la Plaza Grande.
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DETALLE. En un calendaria marcan el tiempo transcurri­do.
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RECUERDOS. La hermana de Camilo muestra una foto.

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