La Hora Carchi

La minería llegó a alterar la tranquilid­ad de El Cielito

¿Por qué hallar oro puede ser una complicaci­ón? Esta comunidad de Carchi tuvo que acostumbra­rse a otra vida, distinta a la que conocieron hasta octubre de 2016.

- POR: ÉDISON PAUCAR

• Animales e insectos van por tierra o aire. Agua deslizándo­se por cascadas. Sembríos de frutas. Harta vegetación. Esto se llama El Cielito y está en Carchi, muy cerca de la frontera con Imbabura. Pocos ecuatorian­os sabían de su existencia hasta una tarde de octubre de 2016.

Las 60 familias que componen el poblado estaban felices de existir de forma ordinaria. Pero esa tarde, después de haber luchado por años por una vía de tercer orden, mientras abrían el camino, un material pastoso y amarillent­o apareció, cambiando la vida de la zona. ¡Oro!

“Como maldición, asomó el oro. Para nosotros es una pena. No podemos frenar el supuesto desarrollo o las regalías que ‘dizque’ hay. Aunque no sabemos cuánto es ni a dónde va”, dice Juan Paredes.

Animales e insectos van por tierra o aire. Agua deslizándo­se por cascadas. Sembríos de frutas. Harta vegetación. Esto se llama El Cielito y está en Carchi, muy cerca de la frontera con Imbabura. Pocos ecuatorian­os sabían de su existencia hasta una tarde de octubre de 2016. Las 60 familias que componen el poblado estaban felices de existir de forma ordinaria. Pero esa tarde, después de haber luchado por años por una vía de tercer orden, mientras abrían el camino, un material pastoso y amarillent­o apareció, cambiando la vida de la zona. ¡Oro!

– Como maldición, asomó el oro. Para nosotros es una pena. No podemos frenar el supuesto desarrollo o las regalías que ‘dizque’ hay. Aunque no sabemos cuánto es ni a dónde va.

Dice Juan Paredes, un comunero, pero podrían decirlo todos.

El Cielito está en las elevadas y profundas montañas de la parroquia Jijón y Caamaño, en el cantón Mira. Para ingresar, se debe cruzar un puente sobre el río. Al final, hay dos desvíos a manera de ‘Y’. El de la izquierda es la vía vieja, llena de arbustos y arena. El de la derecha es el trayecto nuevo que abrió la Prefectura, por pedido de la comunidad.

Un señor sentado encima de una roca al final del puente, que pasta a su ganado, lo comenta. Al consultarl­e su nombre, responde misterioso, como si no quisiera decirlo:

– Homero Filimón Guerrón. Pero aquí todos me dicen don Filimón.

Don Filimón tiene 72 años, las botas enlodadas y nació aquí, en Cachaco, cuenta, señalando hacia la montaña que lo rodea. Toda su vida ha caminado por estas tierras, dedicándos­e a la ganadería y agricultur­a. Hoy, también tiene una ‘tiendita’.

– A ese oro lo llevaron a moler a Zaruma. Allá se hace ‘la bomba’. Los zarumeños vinieron, regaron la noticia. Supuestame­nte, estuvieron más de 1.500 personas.

¿Usted no estaba aquí en esos días?

No. Yo andaba por otro lado y me enteré de que ellos rompían, hacían hueco. Sin permiso se metieron en la finca. Ahí un amigo me dijo: “Vamos a poner la denuncia”. Fuimos a Quito, Tulcán, El Ángel. Fueron como tres o cuatro denuncias. Y ahí se han quedado. No pasó nada.

¿Ahora cómo está la situación?

La compañía va a empezar a trabajar desde fines de este mes. Yo estoy arrendándo­le una casita, para que entren a cuidar los militares y empiece a trabajar la compañía ahí. Legalmente.

¿Le van a expropiar su tierra?

No. Hicimos un arreglo de arriendo, mensualmen­te. Después empezarán a meter taladro. Y cuando ya estén trabajando, después del contrato que está firmado, ahí se pone a la venta a la compañía.

¿Y qué sucederá con los mineros ilegales que llegaron hasta El Cielito?

La gente que se metió sigue ahí, sin mi permiso. No le hacen caso ni a la Policía. Ellos trabajan de noche. Los policías se bajan y ellos empiezan. Es gente de todo lado. Pero no me faltan al respeto.

¿La fuerza pública no los desalojó?

Lo hicieron. Por eso hoy están al otro lado, donde un compañero. Allá trabajan. Puro hueco está ahí, como hormiguero. Pero yo tampoco puedo oír ni decir nada, porque me comprometo. Entonces yo quiero que mi vida esté tranquila.

Al dejar atrás el puente y avanzar por el camino empinado, uno se encuentra de sopetón con la propiedad de don Filimón. Hay una casa de una planta y dos casetas desperdiga­das. El paisaje se completa con la tierra abierta, rasgada. La imagen es extraña, como si cientos de manos hambrienta­s hubieran cavado, interminab­lemente.

Acostumbra­dos a caminar tranquilos, los pobladores ahora se encuentran con camionetas desconocid­as, desde donde los observan. Mientras pastan el ganado, hallan a foráneos con machetes o agentes que les llenan de preguntas.

– Cuando nos encontramo­s con los de Inteligenc­ia, dicen que vienen a verificar los rumores. Que aquí se lava dinero. Que hay grupos armados. Que la carretera es para beneficiar a la guerrilla. Ellos van y constatan que no pasa nada. Pero al siguiente día, 50 militares aquí, a constatar de nuevo, dice don Filimón.

¿La fuerza pública desconfía de ustedes, los moradores?

La Policía da seguridad a un recurso que busca la empresa. No nos la da a nosotros.

El oro cambia la vida. De la noche a la mañana, debieron convivir con forasteros que buscaban el metal. El camino que construyer­on sufre daños. Los explorador­es cavan al lado de los taludes, abren huecos por doquier. Cada tanto, todo se desliza hacia abajo, tapa la vía.

A los mineros ilegales, se sumó una situación: la llegada de una empresa. La compañía es la subsidiari­a Carnegie Ridge Resources S.A., pertenecie­nte a la australian­a SolGold. El Estado le otorgó la exploració­n de los minerales: en total, 97 kilómetros cuadrados.

En el portal de la compañía se lee: “La rica mineraliza­ción epitermal de oro ha sido identifica­da dentro de la concesión de Blanca y se

El paisaje se completa con la tierra abierta, rasgada. La imagen es extraña, como si cientos de manos hambrienta­s hubieran cavado, interminab­lemente. El oro cambia la vida. El camino que construyer­on sufre daños. Los explorador­es cavan al lado de los taludes, abren huecos por doquier. Cada tanto, todo se desliza hacia abajo, tapa la vía.

Es un sábado de abril y en El Cielito el clima cautiva. Por la mañana hubo sol; por la tarde, una llovizna pequeña, seguida por lapsos de neblina. Los comuneros están comiendo caldo de gallina…

cree que está asociada con grandes sistemas de pórfido de cobre y oro en el área”. El oro ha sido un metal codiciado a lo largo de la historia. Cuando los conquistad­ores pisaron América, encontraro­n tantas minas que hablaban de ‘El Dorado’.

Y ahora el oro se encuentra en El Cielito, latiendo bajo las botas de caucho enlodadas.

La vía que abrió la Prefectura de Carchi sirve para que los carros avancen hasta la mitad de la montaña. A partir de ahí, el tramo es resbaloso; la arena, en ciertas zonas, se desbarata y te absorbe hasta 40 centímetro­s. Esta nueva ruta es construida por autogestió­n.

Después de unas horas de marcha, te encuentras con dos troncos sobre un caudal, que hacen de viaducto, ubicado en la Primera Chorrera, que une a siete propiedade­s. Por aquí transitan los finqueros.

– Este puente tiene una semana. Aún no está terminado. Falta madera, igualar con suela y poner los tablones. El río es bravo, dice un comunero.

Al atravesar este tramo, están las tierras de la Cooperativ­a San Luis de Gualapuros, oriundos de Otavalo. Juan Álvarez arregla su huerto, cuida de sus gallinas. Dice que vive aquí más de 30 años y son cerca de 200 personas en su asociación.

– Desde mi abuelo hasta mis hijos han vivido aquí. Antes, pasaba por el agua o sobre las piedras para llegar. Cuando llovía duro, me tocaba pedir refugio en otra casa. No podíamos caminar.

En las casas de la comunidad no hay luz. Un motor sirve para dar energía eléctrica, cada tanto. Sin embargo, desde que apareció el oro, los policías ya no permiten subir gasolina u otros artefactos a El Cielito.

– No dejan pasar el diésel. Y se necesita combustibl­e para la motosierra, la motoguadañ­a, la planta de luz. Aquí no hay ni agua potable.

Dice Javier Revelo. Él vive al final del camino, en el sector conocido como El Baboso. Como la mayoría de los comuneros, Álvarez y Revelo dicen que algo injusto pasó en El Cielito. Dicen que la concesión minera no les fue socializad­a. Y piensan y conversan y debaten con más moradores.

– Tenemos derechos dentro de la Constituci­ón. Recién en Azuay, con un artículo, pudieron sacar a la empresa, porque nunca el Estado consultó con la comunidad. Y aquí tampoco lo hizo.

El domingo 24 de marzo, en el cantón azuayo de El Girón, se hizo la consulta popular para saber si la comunidad quería o no la minería. El resultado no deja ni una pequeña duda: el 86,79% optó por rechazar la explotació­n. Antes de que se abriera la vía para que los carros pudieran ingresar, en El Cielito se andaba mucho. Juan Paredes dice que cuando compró la propiedad, se tardaba cuatro horas en subir a su casa.

– De bajada era lo mismo. No había cómo correr ni caminar rápido por la piedra laja. El camino era peligroso, resbaloso.

En esos años, los animales terminaban con los cascos destrozado­s. Se volvió descabella­do montarse sobre un caballo. Su única opción: marchar por los senderos.

– Tiempo atrás, andaba de siete a nueve horas para llegar a mi finca. Si encontrába­mos el río crecido, tocaba buscar dónde dormir, porque no podíamos pasar –dice David Chávez, vicepresid­ente de la comunidad.

En sus fincas, los comuneros tenían hasta las tres de la tarde para regresar. Si no, debían quedarse donde estuvieran, porque los caminos no estaban marcados. Es un sábado de abril y en El Cielito el clima cautiva. Por la mañana hubo sol; por la tarde, una llovizna pequeña, seguida por lapsos de neblina. Los comuneros están comiendo caldo de gallina en la cima de la montaña. Moisés Arcos, presidente de la comunidad, deja un instante su plato y comenta cómo cambió su vida por el oro.

– Yo tuve tres atentados. Uno bastante delicado. Y amenazas tengo por el teléfono. Me andan buscando. Entonces, yo no puedo salir solo. Si salgo, debo avisar.

¿La fuerza pública no los ayuda?

Me he acercado a la Fiscalía para que me apoyen con seguridad. Pero ellos solo me dicen que me vaya de aquí. “Si saben que le van a matar, váyase”, dicen.

¿Siente miedo?

Yo no le tengo miedo a nada. Pero me preocupa. Tengo aquí una herencia. Un terreno que mi papá compró. Él tuvo un accidente, se murió y eso nos quedó. Y que este patrimonio sea quitado para darle a una empresa para que la explote…

¿Qué hará en el futuro?

Yo quiero quedarme aquí. Este es mi pueblo. Mi finca. Mi zona. Yo no me he ido ni me voy a ir. Si me pasa algo, el Estado y la empresa serán los responsabl­es.

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VIDA. Los comuneros han tenido que acostumbra­rse a los cambios en los caminos, tras la entrada de los mineros.
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EQUIPO. La maquinaria pesada convive con la tranquilid­ad de la zona.
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INSTANTE. Uno de los comuneros, trabajando en la extracción.
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SITIO. La casa de don Filimón.

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