La Hora Cotopaxi

Viva Quito

- MIGUEL ÁNGEL RENGIFO ROBAYO

Uno de los privilegio­s maravillos­os del íntimo anecdotari­o quiteño me pertenecen las calles Benalcazar y Manabí, en pleno centro capitalino, las historias del Tortuga, el Murcielaga­rio, la Ronda, El Tejar, Toctiuco, San Juan, los linderos de la Basílica, hacia el sur, el Panecillo, ahí aprendí por así decirlo el arte de una partida de cuarenta mientras la anécdota y desafío con Don Avelino Quintana, que no teniendo para pagar la cuenta de la cantina, Leonardo Páez promete hacer una canción que lo haría inmortal, “el Santo del Quintana”.

Carlos Rojas Acevedo debe tener la memoria y la ciudad que habité a flor de piel, quiteño convencido, al igual que tantas familias migrantes de los más recónditos lugares del interior de la republica, asentó su vida

y adolescenc­ia en el norte, en Cotocollao, y en la complicida­d de esos días, en los finales del siglo XX, aprendí tanto que es un homenaje a esos días el cuento del equipo más popular de la plaza del teatro, la academia, el Deportivo Quito, que más al sur entre las clases populares repetían entre sus arengas de fiesta y futbol, lo que bien mereció el viejo luchador en el conflicto con el Perú, Aucas, Marañón o la guerra.

A esos años debo mi residencia en el lindo Quito de mi vida, el afecto al caballero del genero musical ecuatorian­o, el Pasillo, el pasacalle, el san Juanito, la cinemateca nacional, la biblioteca del banco central, ser vecino del recordado “Sarzocita”, el actor Oscar Guerra quien junto a Don Evaristo en las estampas quiteñas, los grupos de intelectua­les en la plaza grande, los juegos de voleibol en la Ferroviari­a donde conocí a la afamada agrupación musical de “Rock Estar” de la tradiciona­l Produccion­es Zapata, la de los grandes éxitos.

El humor de la “hora sabrosa”, los interminab­les cafés y tertulias, chis-

tes y gracejos en el Pobre Diablo, el rincón de la Negra Mala, los cucuruchos del la portentosa procesión del “Chucho del gran power”, en fin celebro Quito, las voces de Ramiro Diez, de Alicia Crest, de sus atardecere­s, de las lluvias de otoño, de esa ciudad que hemos perdido y que entrañamos y la nostalgia nos demanda a sus cronistas y decidores de romances, de historias que tuve la fortuna de escuchar de don Jorge Salvador Lara entre las bancas de la Circasiana, tiempos mejores e inolvidabl­es, para decir de esta manera que viva la carita de Dios, Quito inmortal.

Tantos y todos los nombres, Javier Vásconez escritor y amigo que compartió un tramo ligero de su vida y obra, la redondez de la Alameda y su capilla donde aprendí el teatro en el Mala Yerba, también con entrañable­s; el paraíso de la biblioteca nacional para acariciar los libros y los versos de Jorge Carrera Andrade, la senda perdida de Félix Valencia, coterráneo, y el paradero que me guió don Fernando Jurado por entre San Blas y la Tola.

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