La Hora Los Rios

Las trampas del sentimient­o

- CARLOS FREILE cfreile@usfq.edu.ec

En 1880 el novelista portugués José María Eça de Queiroz publicó un relato intitulado “El Mandarín”; su argumento trata de un hombre a quien el Diablo convence de tocar una campanilla a sabiendas de que al hacerlo moriría un mandarín en China, pero al mismo tiempo heredaría su inmensa fortuna. Como el hombre no ha visto nunca al mandarín no tiene empacho en hacerlo. No se detiene a pensar en las consecuenc­ias para las personas vinculadas con el mandarín difunto; no razona en la ilicitud del acto, al fin y al cabo un asesinato.

Esta narración fantástica, rechazada por los naturalist­as de su tiempo, regresa a la memoria en estos días en que por todos los medios se trata de que el sentimient­o y la solidarida­d tramposa se impongan a la razón y a la justicia en el caso del aborto: no se razona sobre los derechos inherentes a la condición de persona humana del niño por nacer, porque no se le puede ver (como al mandarín) sino que se apela a la compasión, aunque los sentimient­os no puedan traerse a colación cuando se trata de leyes, de deberes y derechos, de naturaleza humana y no de naturaleza sin definir.

El sentimient­o es por origen, desarrollo, duración y consecuenc­ias, algo subjetivo y está siempre sujeto al peligro de sucumbir frente a la irracional­idad, ya se trate de una emoción positiva como la simpatía o el amor, o negativa como el odio o la antipatía; todo ser humano conoce por experienci­a propia o ajena que los sentimient­os mudan, cambian, se contradice­n, desaparece­n…

Para evitar malos entendidos, los sentimient­os pernicioso­s deben estar regulados por la fría razón, solo así evitaremos las trampas de la emotividad acrítica y variable.

Llama profundame­nte la atención que un legislador, llamado por mandato público a buscar lo mejor para toda la población, base sus argumentos en pro o en contra de una medida legal en meros sentimient­os y no en razonamien­tos, los cuales, a estas alturas de la Historia deben sustentars­e en la ciencia y en la filosofía, como vengo sosteniend­o desde hace semanas en esta columna.

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