Conexión fallida
Miles de niños sin acceso a Internet están a la expectativa de las clases virtuales. Esta es la historia de uno de ellos.
El día tan esperado llegó. Mateo se levantó temprano y se preparó, fue a la mesa, desayunó, se cepilló los dientes cuidadosamente y se sentó en el sillón a esperar a mamá. Le habían dicho que ahora tendría que estudiar en casa para no enfermarse, pero que todo seguiría igual. “¡Qué alivio!”, había pensado. Se moría de ganas por ver a sus compañeros otra vez, contarle a la profesora lo que había hecho en vacaciones y aprender cosas nuevas.
Su madre, quien además está embarazada, no tardó en llegar con el celular, abrió el enlace que le habían enviado, la pantalla se puso negra. Mateo se acomodó en el asiento. Unas pequeñas letras aparecieron en la pantalla: “cargando”. Las letras se quedaron estáticas en la pantalla por una eternidad, pero de un momento a otro cambiaron. Ahora se leía un contundente y desesperanzador mensaje: “conexión fallida”.
Luego de tratar varias veces más, Mateo y su mamá se dieron por vencidos. Notificaron a las autoridades del colegio y estas les dijeron que era sólo la inauguración, que se aseguraran de estar presentes al día siguiente. “Mañana”, suspiró Evelyn, frunciendo un poco las cejas; sus datos móviles no habían funcionado, tendría que buscar otra alternativa para conectarse.
“Mañana tendremos que ir a casa de la tía, Mateo”, le avisó a su hijo. “¿Salir?”, se cuestionó él, no tenían permitido salir, sólo papá y mamá podían hacerlo, pero únicamente para ir a comprar alimentos o medicinas. Cuando le preguntó a su madre por qué no podían quedarse en casa, ella le explicó que la recarga que había hecho no alcanzaría para cubrir todas sus horas de clase y que ella no tenía tanto dinero para hacer recargas todos los días, así que la tía Paty iba a prestarles Internet.
Esta historia se desarrolla en la provincia de Esmeraldas, Valle San Rafael, que pertenece a la zona urbana de la capital, Esmeraldas, pero donde sus habitantes tienen varias carencias, entre ellas el acceso a Internet. Sin embargo, el panorama se repite en todos los rincones del país.
A buscar conexión
Muy de mañana se levantaron todos. Luego de alistarse y comer, el niño y su padre se encaminaron a casa de la tía, pero antes de salir oraron para que Dios los protegiera. Se pusieron las mascarillas y, con cuidado, empezaron la caminata. En la calle ya había unas cuantas personas yendo a trabajar, comprando pan o simplemente caminando, pero en la calle que da al Hospital se encontraban decenas de autos y personas, toda una legión con mascarillas.
“El camino al hogar de mi tía es corto… -reflexionaba Mateo al caminar de la mano de su papá, cuando se paró a contemplar la loma que tendrían que subir para llegar- …pero arduo”. Mientras subía el relieve, se imaginó a sí mismo escalando una enorme montaña, sólo que la mascarilla le sofocaba, le era difícil respirar. Una vez frente a la puerta de tía Paty, llamaron. El risueño rostro somnoliento de su tía asomándose por la ventana le sacó una sonrisa. Entraron, se quitaron los zapatos y se lavaron las manos con premura. Se sentó en la mesa y vio atentamente cómo su papá maniobraba en la computadora, logrando que su profesora y compañeros aparecieran como por arte de magia en la pantalla del aparato. Una vez más, la emoción volvió a su rostro al ver a sus amigos. Quería conversar, quería reír, quería jugar, pero la pantalla era el límite de sus intenciones, todos sus esfuerzos chocaron con ella. Tampoco pudo entender bien lo que explicaba la maestra. Los niños hablaban, los ruidos de sus casas se mezclaban a la orquesta de risas, explicaciones de la docente y ruidos del tráfico. Pero lo peor era que la señal iba y venía de tanto en tanto.
Al terminar la clase, todos se despidieron, sus compañeros desaparecieron justo de la misma manera en la que habían aparecido. El papá apagó la máquina, se despidieron de la tía y su familia, y volvieron a ponerse las mascarillas y los zapatos para salir.
En casa, Evelyn se preguntaba cómo le había ido a Mateo en la clase, le preocupaba que no entendiera algo, que otra vez no pudiera acceder a la clase o que pasara algo de regreso a casa. Luego de que el niño y su padre llegaran, cuando se sentaron todos a la mesa a almorzar, la mamá empezó con las preguntas: “¿Cómo te fue?”, “¿Qué aprendiste?” “¿Pasó algo?”. El niño, respondió a todas las cuestiones, un tanto desganado, para luego concluir que todo había estado aburrido y que prefería esperar a volver a la escuela, porque el ruido y la señal de Internet no le dejaban entender del todo la clase.
“Mi amor, no sabemos cuándo podrás volver a la escuela, ya sabes cómo está la situación. No me gusta la idea de que vayas cada día fuera de casa a tomar clases, pero es algo que debemos hacer, no podemos suspender tu educación. Tratemos de salir adelante, ¿sí? Hay que tener un poco de paciencia, Teo”, lo consoló su mamá.
Ella sabía que era una cuestión de adaptarse, pero también le dolía no tener los recursos necesarios para que su hijo se educara en casa y que ahora tenía que salir para hacerlo. Ella y
su esposo se habían quedado sin empleo y el servicio de Internet era muy caro, estaban haciendo su mejor esfuerzo, pero la paralización económica que atraviesa el país no les permite lograr mayor cosa. Le pesaba también no recibir ninguna ayuda de los que deberían velar por su bienestar, le afligía saber que su hijo era parte de ese millón de niños que, según el Ministerio de Telecomunicaciones, no pueden acceder completamente a la educación virtual, aquellos con los que el Estado no tiene conexión.