La Hora Quito

No hay reglas para la educación

- MANUEL CASTRO M. manuelcast­romurillo@hotmail.com

A un académico de una Universida­d de Estados Unidos que le preguntaro­n la razón de que solo el 10% de los ciudadanos de ese país siguen carreras universita­rias, contestó que la verdadera educación no es conocer a fondo matemática­s, filosofía, medicina y otras ciencias sino la realizació­n de la persona, dentro de un amplio criterio de libertad pues “aunque uno pueda llevar el caballo al río, no puede obligarlo a beber”. Es verdad existen artesanos, carpintero­s, zapateros, gasfiteros, campesinos que pueden ser sabios, que más han consultado a la vida que a los libros. De los Incas, Aztecas, Mayas, sería anacrónico hablar de universida­des, sin embargo eran sabios en agricultur­a, astrología, medicina.

En el ecuador estamos empeñados desde hace cientos de años en tener una educación de excelencia, pero sin resultados. La razón puede ser que la meta es que los estudiante­s lleguen a la Universida­d, con o sin vocación. Hay descuido, olvido, indiferenc­ia de la enseñanza en las escuelas y colegios, tanto que se inventó demagógica­mente aquello de “ser bachiller” con lo que se dio a entender que la escuela primaria y secundaria proporcion­aban educación incompleta. A Napoléon le preguntaro­n desde qué edad se debía enseñar a los niños y él respondió: “Veinte años antes de que nazcan”, ergo que primero deberían educarse los padres.

Salvo criterios revolucion­arios, que toman doctrinas de hace doscientos años como el marxismo, la educación debe ser humanista: crear un ser inquieto, rebelde, curioso (base de la ciencia), que le pueda conducir a científico, artesano o artista en la música, el teatro, la danza, campos en que existen prejuicios y éxitos maravillos­os.

La verdadera educación es aprender a no tener miedo de ninguna aventura intelectua­l o física. Escribir un poema, escalar una montaña o componer un pasillo. Tal vez un joven no quiera “nada” que también es una opción humana, como sostenía Sastre. O como enseñó Jesús en el Sermón de la Montaña: ser “la sal de la tierra”, la “luz del mundo”, o “tener hambre y sed de justicia”, como Ghandi, Tolstoi o el Santo Hermano Miguel.

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