Baba: La noble y torera población
¿Quién, que ve hoy las ruinas de Baba, imaginaría que en tiempo del coloniaje fue esa una grande y favorita población de los mejores personajes y troncos de las familias costeñas? ¿Que Baba fue la Andalucía consolatriz de los que dejaron de añorar la suya porque en esta encontraron la similar natura de sus cármenes y sus ríos, de sus soles y sus lunas, quizá si la agarena belleza de las gentiles hijas del Guadalquivir en los ojos hermosos y tostada tez durazno y aceituna de las indias babiecas tan codiciadas desde la prehistoria por las tribus vecinas, como bellas, y tan bravamente defendidas por los babas fuertes, valerosos y aguerridos?
Baba la fértil, Daule el poético, Yaguachi el pintoresco, Babahoyo el ubérrimo y Guayaquil el predestinado, naturalmente, fueron el regazo propicio desde los primeros tiempos en que la terminante ley huancavilca impuso a los conquistadores traer mujeres de España y no tocar las suyas, bajo pena de fuego y degollina, condición que en justicia pudo haberse llamado la primera Ley de Indias.
Luego vinieron las Leyes de Indias que reglamentaban los matrimonios entre indígenas y españoles, y de España venían grupos de mozas de todas las provincias “para las casas por haber gran falta de mujeres cónyuges”, decía un informe.
Baba fue el temperamento ideal, la cita de moda de las familias coloniales y pronto la zona de las mejores haciendas y afamadas dehesas en que, naturalmente y para que nada faltara, pronto irguieron ante las picas y los lazos su arrogante testuz de media luna los bravos becerros hijos de los berrendos de Andalucía traídos a gran trabajo en las barcas españolas. Baba fue pues la mansión señorial y fue la noble y torera. Fue la surtidora indiscutible de los toros para las juras y las fiestas públicas, y de ella venían los garridos jinetes en caballos andaluces también, a ser los caballeros en plaza que habrían de aterrar a sus cornúpetos hozando con el último resoplido el rojizo polvo de la plaza de Santo Domingo de Guayaquil, mientras el pueblo atronaba el cielo de Ciudad Vieja y copaba los repiques y los petardos con sus exclamaciones: -¡Viva el Rey!
Por eso muchos corregidores, capitanes, prelados y caballeros entregaron sus huesos al humilde panteoncito del pueblo de Baba. Por eso el Cabildo tenía que llamar a sus miembros para traerlos a sesionar en casos urgentes de su presencia, pues casi siempre estaba deleitándose en Baba o atendiendo a sus fructíferas haciendas.
Ser teniente de gobernador en Baba era una gabela. Y personajes como don Blas García de la Peña, Pedro del Castillo, Alonso de Enderica, Antonio Muñoz de Guzmán, José Morán de Butrón, Juan Antonio del Castillo, Bartolomé de Echevarría, Roque Badaraco, Pedro Tello de Meneses, Tomás Coello del Castro, Felipe Elías y otros muchos que antes o después fueron corregidores y capitanes generales de la provincia, y fueron o vinieron con altos títulos de España, allí moraron o allí murieron y de Baba hicieron un vergel como los cantados del Genil.
El Valle de Baba, Baba y sus partidos, eran los nombres que se le daban.
Dejaron memoria en los anales coloniales las grandes corridas de toros cuando la proclamación de don Carlos III, en que fueron padrinos de los toreadores don Juan Pablo Platzaert y don Tomás Carbo, quienes hicieron la elección de las personas nobles de Baba que habían de salir a torear.
¡Quién creería lo que fue Baba! Para los de mis lectores que de tan hidalgo solar traigan su prosapia, voy a darles una nómina de los que allí estaban cuando, remolones para venir, hubo el Cabildo de forzarlos con multas de a 100 pesos y traerse presos algunos.
Se les convocó por medio de mensajeros expresos para que vinieran cual era su obligación de súbditos e hidalgos a la solemne Jura de don Fernando VI, el nuevo rey, y en Baba se reunieron los siguientes: teniente de gobernador capitán don José de Ayala, Miguel de Vergara, Francisco Rodríguez Plaza, Jacinto de Hurtarte, Bartolomé de Chavarría, Antonio de la Roca, Ramón de Yépez y Francisco de la Serna. Estos dijeron que estaban listos a bajar a Guayaquil y desempeñar el papel que se les diera.
Don Jerónimo de Rivera a poner un hombre a su costa en la plaza, por no poder venir Jacinto de Silva, a contribuir con una cuota en dinero. Don Alfonso Martínez de Cepeda, Francisco Plaza y José de Vera a salir a la plaza a matar los toros, con sus personas, sus caballos y sus rejones.
Algunos se excusaron por no tener listos vestidos para la fiesta y para la lidia de los toros. Don Lucas Maticorena se mostró desdeñoso y dijo que no era obligación. Le siguieron don Pedro Morillo, don Roque Badaraco, don Eduardo de Herrera y otros hidalgos babiecos que hicieron fisga de la cosa, a pesar de las amenazas de incurrencia en el real enojo, en fuertes multas e inhabilitación para cargos públicos.
Don Tomás Coello, Pedro Elizondo, José de la Cuadra, Antonio Figuerola, Fernando Cepeda y otros, tenían fama de ser más republicanos de lo que podía permitirse, y tampoco era la primera vez que sus amigotes don Casimiro Moreta, Diego Valles, Ignacio de Herrera, Juan Navarrete, Pedro Sepedillo, Benito García y Alonso Sumalabe estaban sindicados de conversaciones sediciosas en los corrillos de Baba o en sus partidas campestres y de fiestas frecuentes entre hacendados.
Don Lázaro Montesdeoca, Nicolás Franco, Francisco Guerrero y Pedro Martínez ofrecieron, como todos, su cuota; pero se excusaron de ser caballeros en plaza por haberlo sido ya en otras fiestas.
Don Nicolás Espinoza, Francisco Xavier de Troya, Francisco Pareja, Juan del Valle, Francisco de Larrabeitia, Andrés de Herrera, Nicolás de Herrera, Lorenzo de Ayala y Bernabé Morante, dieron diferentes excusas. Lo cierto es que la cosa le olió a rebeldía al gobernador don Clemente de Mora, que tampoco gozaba de la devoción del pueblo por acá. Se atufó, se encasquetó el chambergo, se embozó en su capa, tiró hacia atrás el espadín haciendo la cola de perro, que era señal de empresa y dijo en Cabildo: “que lo que el vasallo tenía, junto con su vida, era de su rey y señor, como nadie podía ignorarlo, y que incurría en gravísimo delito quien lo contrario decir osare”. Y ordenó que el teniente López de la Flor con 4 soldados y un cabo del navío de S. M. “La Esperanza”, se constituyera en averiguación de los desobedientes y los trajese presos y bien asegurados a la cárcel pública, haciendo secuestro de sus bienes para luego imponerles otros castigos que merecía su deslealtad.
Esto costaba al vasallo ser hidalgo en esos tiempos. ¡Qué sería a la plebe!
Pero así y todo la contribución de Baba había sido de dos mil pesos de buena ley, que no era pelo de rana en esos tiempos y esta pobreza, para echarlos en fiestas, fuera de los toros, vestidos y otras consecuencias.
¿Torearon los comprometidos? Eso no lo sabemos. Pero de haber corrida sí que la hubo.
ESTA IMPORTANTE ZONA DE LOS RÍOS FUE EN LA ÉPOCA COLONIAL LA FAVORITA DE LAS MÁS IMPORTANTES Y ACOMODADAS FAMILIAS DE NUESTRO PUERTO