LOS ESPAÑOLES. CRIOLLOS Y PENINSULARES
Los conquistadores, soldados, mujeres españolas y más tarde la afluencia de familias de colonos que se establecieron en el Nuevo Mundo, se constituyeron en el estrato dominante de la sociedad colonial americana, que captó toda la autoridad y administración del imperio. Una vez instalados en la región que los acogió, se multiplicaron, y su producto fue clasificado como criollo. El primer testimonio del uso de tal término “data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes empleó la palabra en cuestión: Esta tierra está llena de criollos que son estos que acá han nacido, que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo” (Marina Alfonso Mola). Lapidaria referencia que evidencia no solo lo despectivo del término sino el desdén que los peninsulares sentían hacia los americanos, grupo dominante, heterogéneo y fuertemente diversificado, que muy temprano, desde la primera generación nacida en América, empezó por no ser considerados sus miembros del todo españoles, por no reconocerlos en los valores, el estilo y los intereses de los peninsulares que llegaban como nuevos emigrantes o como funcionarios recién nombrados, “la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados, reforzó la identidad de una nueva élite” (Marina Alfonso Mola).
La marcada diferencia de origen regional existente en España fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Al haber tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, es fácil suponer que hacia estos se expresarían en forma bastante contundente. Con el solo hecho de llamarlos criollos ya demostraban el discrimen, pero estos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines” del portugués “cachopo”, que significa muchacho. En nuestro país y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones”, por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas.
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente, era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo, que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos” (Georges Baudot).
El nacimiento de los términos, tanto de chapetones como de criollos, está vinculado con las bastante frecuentes reacciones de protestas, incluso armadas, que organizaron los encomenderos descendientes de los conquistadores o primeros colonos, contra las disposiciones de la Corona que buscaban eliminar de raíz las concesiones perpetuas de tributos y mano de obra indígena otorgadas a sus padres, en las cuales se hallaba implícito el gran orgullo de quienes reunían en su sangre el ancestro de las estirpes nativas y foráneas de donde provenían las princesas incas y aztecas, y los conquistadores.
Por el contrario, si el español había vivido gran parte de su vida en América, aunque no hubiera nacido en ella se le aplicaba un sobrenombre más elogioso, el de “baquiano”, que significa veterano, conocedor. Este término, con el mismo significado, es aún utilizado por el hombre del campo costeño, el montuvio, quien desde aquellos tiempos, usa también la expresión “a pies quedo”, que significa inmediatez de tiempo y distancia.
Numerosos cronistas del siglo XVI han recogido las abundantes depresiones que carcomían el alma de los españoles que no tenían la menor intención de echar raíces en América. Productos como un racimo de uvas, o un puñado de aceitunas, o animales -como un perro o un caballo-, fácilmente alcanzaban precios increíbles por la demanda que estos nostálgicos creaban, al imaginar