FUERTE DE SAN CARLOS
En todo punto es innegable que Guayaquil, desde su fundación llevada a cabo por el gobernador Francisco de Orellana en 1537, a la diestra del río y al pie del cerro Santa Ana -que los españoles llamaron de La Culata por la similitud de conformación que guarda con la parte posterior de un arcabuz-, tuvo posición táctica como puerto defensivo, de abastecimiento y de refugio para las naves de la Corona española, asediadas en su navegación por los corsarios enemigos. Además, fue escala obligatoria de las naves de comercio que trasladaban los frutos de América a lo largo del Pacífico, hasta Acapulco en México y desde allí a las lejanas islas Filipinas.
Dada la posición estratégica de Guayaquil, justo era que la Corona se preocupara de convertirla en una de las plazas fuertes mejor artilladas y que la convirtiera con el andar de los años en una gobernación militar, a cuyo frente estuvieron jefes de gran prestigio, como el coronel Juan Antonio de Zelaya y Vergara, el coronel Ramón García de León y Pizarro, o la de marinos destacados como el capitán de fragata José de Aguirre e Irisarri. Creemos necesario proseguir la investigación de la erección del gobierno militar y profundizar su comprensión por el trascendente protagonismo y ascenso militar, económico y político de la Gobernación de Guayaquil.
Fue creado el nuevo gobierno por el real decreto del ocho de diciembre de 1762. Principió entonces la misión el gobernador Zelaya y Vergara, de 1762 a 1771, quien se destacó al enfrentar el gran fuego de la ciudad. Luego, asumió el compromiso de la expulsión de los jesuitas, así como el especial deber de trasladarse a Quito y llamar al orden a la ciudad durante los motines del aguardiente. El efecto positivo de la administración de la Gobernación se reflejará en el aumento vertiginoso de la población de toda su jurisdicción y de la ciudad en el último cuarto del siglo XVIII. Guayaquil mostró su supremacía portuaria más allá de su territorio, incluso sobre todo el distrito de la Audiencia de Quito, en una posición subalterna dentro del Virreinato de Nueva Granada. Efectivamente, Guayaquil era la “llave maestra de la felicidad o última ruina del Reino de Quito”.
Debemos tener claro que las fortificaciones de Guayaquil no tuvieron carácter similar a las de Cartagena, en el Virreinato de Nueva Granada, o las del Callao, en el Virreinato del Perú, pero sí fueron dotadas al igual que aquellas en cuanto a pertrechos y armamento se refiere. De tal manera que numerosos muros y terraplenes, algunos provisionales, se levantaban a las orillas del río de Guayaquil y entre ellos, el llamado Fortín de la Planchada, que era el más estable. Citamos al más importante de todos, el llamado fuerte y batería de San Carlos, al cual nos estamos refiriendo de preferencia en este artículo. Estaba situado hacia el límite sur de la ciudad de aquel entonces, en los comienzos de lo que fue el barrio del Astillero, por estar allí situado el traslado del arsenal y las maestranzas reales. Al final del siglo es que Guayaquil quedaría finalmente estructurada en su aspecto urbano.
Es el gobernador y comandante general de Guayaquil, Ramón García de León y Pizarro, quien a costa de la renovación del pacto de familia en el tratado de Aranjuez, dispuso el reforzamiento de los baluartes de toda la ciudad, destacándose el de San Carlos.
Con la expectativa de guerra e invasión de Francia y España contra Inglaterra, lo que finalmente no sucedió, y consumada la independencia de los Estados Unidos, se alcanzó la paz entre las potencias de Europa. Entonces el teniente coronel de los Reales Ejércitos, Ramón Pizarro, una vez conocido por bando la paz entre la majestad católica y británica, cesó las precauciones tomadas para la defensa de la ciudad y mandó a almacenar toda la artillería y las municiones que se hallaban repartidas en las fortificaciones provisionales, disponiendo que se almacenasen en el fuerte de San Carlos y dando las llaves a los custodios señores oficiales reales, don Luis de Ariza, Gabriel Fernández de Urbina y Gabriel Lavayen. Por tanto y para que se verificase formalmente, se convocó a los antes mencionados y se hizo el inventario frente al escribano público.
Resaltamos de su lectura los principales elementos que demuestran nuestro primer parecer respecto a las fortificaciones de la ciudad de Guayaquil. Treinta y seis cañones de bronce, quince cañones de hierro, un pedrero de bronce de quince pulgadas, un mortero de bronce de doce pulgadas, treinta y dos cureñas nuevas, nueve cadenas, un carromato y su cadena, cincuenta guardafuegos, treinta botafuegos, cuarenta y dos chifles, ciento treinta cuñas de puntería, cuatro mil quinientas cincuenta y tres balas de hierro, cien bombas de a doce pulgadas, etcétera.
De esta manera, los lectores podrán dar cuenta bajo esta singular nomenclatura, de los elementos de guerra de la época, y no dejará de sorprender a los profanos, que la ciudad estuvo lista para salir airosa de los ataques por mar de sus enemigos gracias al coraje y valor nunca desmentido de sus ciudadanos, quienes se enrolaban en las armas como parte de las milicias o formando parte de los batallones de blancos o de los pardos, lo que significó siempre una suerte de escuela de preparación para la guerra, a la cual consideramos el inicio de la preparación militar de los ciudadanos de Guayaquil que se mostrará en el destino de luchar por su independencia de España. (F)
ESTE FUERTE, UBICADO AL SUR DE LA CIUDAD, EN EL SECTOR EN QUE FUNCIONABAN LOS ASTILLEROS, DOTADO DE EFICACES CAÑONES, ERA PROTEGIDO POR NUMEROSOS MUROS
Y TERRAPLENES