LAS DEFENSAS en el siglo XVIII
Al iniciarse el siglo XVIII, el Imperio ultramarino español llegaba a su ocaso. Inglaterra inundaba de contrabando las colonias americanas, pues había desplazado a España del mar y despojado de todas sus rutas comerciales. Por otra parte, con la muerte sin sucesión del rey Carlos II, la Corona española se encontraba vacante. Esta oportunidad convocó a varias cortes europeas, entre ellas la de Francia, que se sentían con facultades para reclamar el derecho a ocupar el trono de España, y con ello nació un largo conflicto del cual saldría muy mal librada.
Mas, el poderoso Luis XIV impuso a su nieto como rey de España, con el nombre de Felipe V. Con este motivo, Austria formó contra Francia la Gran Liga de la Haya, compuesta por Inglaterra, Holanda, Portugal, el ducado de Saboya y el elector de Brandemburgo, con lo cual se desató la llamada Guerra de Sucesión española, que duró doce años (1701-1713).
Culminada en un desastre, mediante el tratado de Utrecht (1713), Felipe V fue reconocido como rey de España e Indias, pero el reino perdió Gibraltar y Menorca, y por el tratado de Rastatt (1714) fue despojado de los Países Bajos españoles.
Por cierto, que en tales circunstancias la situación en las colonias era absolutamente crítica y ni hablar de las defensas de Guayaquil, cuyos recursos continuaban siendo insuficientes y su situación tan lamentable como siempre. En busca de cubrir esta falta, el virrey de Lima, marqués de Castelldosrius, recibió entusiasmado la demanda del Cabildo guayaquileño de dotar a la ciudad de una fortaleza para su defensa, pero al poco tiempo de aprobar la idea, murió. La vacante limeña fue llenada interinamente por dos obispos, religiosos a los que, como supuestos hombres de paz, no se les movió un solo cabello ni sufrieron de insomnio por los problemas que agobiaban a nuestra ciudad.
El 2 de mayo de 1709 Guayaquil debió afrontar un nuevo asalto, pero su defensa apenas constaba de trincheras de tierra, sin ningún parapeto adicional. El corsario inglés Woodes Rogers, al mando de siete veleros artillados con 44 y 74 cañones cada uno, que habían sido armados en Londres por comerciantes de esa localidad, atacó la plaza.
El gobernador Jerónimo Boza y Solís fue avisado por el virrey de Lima de su presencia, pero al carecer la ciudad de medios para su defensa, no opuso resistencia (también se dice que Boza era algo cobarde). Rogers desembarcó y a cambio de no incendiarla, asolarla y tomar más rehenes de los que ya tenía, exigió un rescate de 32.000 piezas de ocho.
Mientras esperaba que los vecinos reuniesen tal suma, aprovechó el tiempo para explorar la cuenca baja del Guayas y haciendas aledañas; “en una de ellas en particular había una docena de bellas y gentiles jóvenes mujeres bien vestidas, donde nuestros hombres consiguieron varias cadenas de oro y aretes (…) algunas de sus cadenas de oro más grandes estaban ocultas en varias partes de sus cuerpos, piernas y muslos”.
En el ínterin le fue posible a Rogers recabar información suficiente para escribir un libro, en el cual consta una de las más coloridas y completas informaciones sobre la ciudad y costumbres de la época.
En 1712, el corregidor Pablo Sáez Durón propuso al rey la construcción de un castillo. Mas, considerando excesivo el presupuesto de 30.000 pesos, este lo negó. En 1719, al pasar por Guayaquil con destino a Santafé, el primer virrey del Nuevo Reino de Granada pudo constatar la precariedad de sus instalaciones defensivas.
Aprobó un proyecto presentado sobre el fuerte (de la Concepción) y a fin de financiarlo, autorizó el cobro de medio real por carga de cacao de 81 libras que saliese por el puerto. Por citas documentadas podemos ver que el estado de las instalaciones militares era verdaderamente desastroso: “la artillería está desmontada porque las cureñas están inservibles (…) faltando artillería no se puede hacer batería formal con solo pocas armas de arcabuces y escopetas”.
El virrey José de Armendáriz encomendó al corregidor Juan Miguel de Vera que construyese dos baterías fuera de la ciudad, una en Punta Gorda y otra en Sono (río arriba de Puná). En 1726, además de las dos mencionadas, se construía el fuerte de La Limpia Concep- ción. Y en el Cabildo del 9 de noviembre de ese año se conoció una carta del virrey, fechada a 3 de octubre, en que al respecto dispone que “se continúe con toda eficacia la reedificación del baluarte que actualmente se está fabricando”.
En la década de 1740, según el informe al rey presentado por el procurador general, Juan de Robles Alonso, parece haberse construido en diferentes lugares de la orilla del río “varios baluartes, estacadas y fosos, sin omitir trabajo que se consideraba necesario, que a porfía los vecinos concurrieron con su persona y caudales, con tanta aplicación y esfuerzo, que manifestaron su ardiente celo al servicio de Dios, del rey y de la patria”.
Entre 1741 y 1742, el pirata Anzón merodeaba nuestras costas y la ciudad contaba con los baluartes La Limpia Concepción y San Felipe, el primero en el centro de la urbe y el segundo en el astillero. En aquella ocasión, el Cabildo, ante la falta de dinero para armar la defensa, tomó 30.000 pesos que estaban bajo su custodia, pertenecientes al consulado de Lima, que debían remitirse a Panamá (las cosas no son del dueño sino de quien las necesita).
Un inventario hecho el 23 de diciembre de 1748 por Juan Pío Montúfar y Frasso, gobernador y capitán general de las provincias de Quito, descubrió que del fuerte de San Felipe apenas quedaban unos pocos rastros. Las lluvias y riadas habían destruido las trincheras y los parapetos de madera. Solo se
TRAS UNA TEMPORADA
DE RELATIVA CALMA ALEJADA DE PELIGROS,
GUAYAQUIL SE VIO ASEDIADA, A MEDIADOS
DEL SIGLO XVII, POR PIRATAS Y CORSARIOS QUE ALGUNAS VECES
LA DEVASTARON.
conservaban fragmentos de la casa destinada a los hombres de la marina. No digamos los cañones, que se hallaban faltos de cureñas, otros sin pernos, y sin muñoneras. La pobreza del parque y armamento liviano con que los vecinos debían enfrentar al enemigo era impresionante, “viniendo así a quedar indefensa del todo una plaza tan importante”. Igual suerte había corrido La Concepción, también situado a la orilla del río y el único en pie era La Planchada, que ya había sido reedificado con cal y piedra.
A partir de entonces, hasta 1762, en que se entabló la guerra entre España e Inglaterra, la ciudad vivió en relativa calma. Pero ante el conflicto renació la intranquilidad y el intento, unas veces con éxito y otras sin él, de construir o rehabilitar las defensas fue constante.
Con la nueva amenaza de piratas, la falta de armamentos y pertrechos se hizo ostensible (apenas había 8 cañones de bronce de un calibre mayor y 7 del mismo metal para disparar la metralla). Por lo cual, el Cabildo solicitó a Quito fondos para atender las necesidades de defensa de la ciudad. Y la respuesta fue: “el requerimiento fecho en su virtud por el expresado Cabildo, ofrecerse, prontos y aparejados, a contribuir de los Reales Haberes que administran, aquel dinero que fuere preciso impender cuando llegue la ocasión y la necesidad lo exija, que será en caso que se tenga por evidencia alguna invasión de enemigos por noticias suficientes, habida consideración de su fundamento y certeza, número de gente y bajeles, y el intento que puedan tener”.
En otras palabras, allá en la seguridad de las alturas, pensaban que era necesario que el enemigo estuviese frente a Guayaquil, conocer el número de hombres que contaban y cuáles eran las intenciones, para considerar la solicitud de elementos para su defensa y enviarlos de Quito, cuyo viaje en mula tardaba 15 días.
Según la Real Providencia del 13 de octubre de 1763 el rey autorizó gastar 50.000 pesos en la recién creada Gobernación Militar de Guayaquil. El 11 de octubre de ese año el teniente coronel Juan Antonio Zelaya se posesionó ante el Cabildo como su primer gobernador colonial.
En 1770 llegó a la ciudad el ingeniero Francisco de Requena, que fue el planificador de la mayor parte de las transformaciones del Guayaquil de la época. Levantó planos de la ciudad y sus ríos, y en su diseño del río de Guayaquil proyectó 3 baterías en la ciudad y lo que él llamó Punta de Piedra y Fuerte. Además de otras medidas muy puntuales, levantó los canales del río, hizo un plano de Puná y diseñó la construcción del malecón de Guayaquil.
Por empeño del gobernador Pizarro, en 1779 se inició la edificación del fuerte San Carlos, levantado en la boca del estero de su nombre (av. Olmedo). Y en el plano elaborado durante su mandato aparecen la batería de La Planchada, la del Muelle (malecón entre 10 de Agosto y Sucre), la del Resinto (sic) al norte del estero de la avenida Olmedo y la fortaleza de Santiago, situada a orilla del mismo estero, pero a la altura de la actual calle Boyacá.
El capitán Miguel de Olmedo (padre de nuestro gran prócer) dirigió la construcción de un fuerte ordenado por el gobernador Pizarro e invirtió 7.000 pesos de su peculio. Igual que los anteriores, constaba de trincheras y muros de tierra estacados con madera.
Esta importante posición, utilizada como arsenal, contenía 36 cañones de bronce, 15 de hierro (seis en mal estado) y 4.550 balas de hierro. Pero fue tan mal construido que un fuerte temblor le causó serios daños. En los mapas levantados por la expedición Malaspina (1789-1794) figura que Punta de Piedra es un fuerte bien estructurado para la defensa de Guayaquil. En 1790, el gobernador José de Aguirre Irisarri, hizo un estudio en que constan los “Estados de la Fortificación y Sala de Armas de Guayaquil”, en el cual detalla el número de fusiles, pistolas, espadas, sables, lanzas, cartucheras, piedras y balas, cañones y sus pertrechos, y todo lo que se hallaba en los almacenes militares. (F)