EL PRESBÍTERO JUAN BAUTISTA CERIOLA
Dejamos correr la pluma a fin de atender la amable consulta a nuestra columna “porteña”, respecto al autor del álbum Guayaquil a la Vista, quien desaparece de la memoria y resulta extraño que sea un anónimo para los lectores por no haber sido recogida aún su semblanza en las crónicas de la ciudad. Consideramos también propicio al publicar nuestra investigación, hacer percibir las circunstancias y motivaciones del fin de siglo y la modernidad del Puerto, que hacen al ilustrado presbítero acreedor a nuestro homenaje, pues desplegó una dignísima labor en el campo de la religión y la educación, así como en el periodismo, la historia y la cultura de la importante ciudad de Guayaquil.
El sacerdote español Juan Bautista Ceriola nació en 1869. De origen catalán, se destacó en sus estudios superiores con especial aprovechamiento. Muy joven pasó al Ecuador, en 1894, en unión de algunos otros seminaristas por la trascendente gestión del segundo obispo de Puerto Viejo, monseñor Pedro Schumacher, sacerdote lazarista, quien dirigió por una década la diócesis que comprendía los límites de las provincias de Manabí y Esmeraldas. Monseñor concibió con mucho acierto la transferencia desde Europa y Estados Unidos de numerosos sacerdotes y hermanas de diversas congregaciones religiosas, para la formación y educación de la juventud, como también, para la labor civilizadora y apostólica misionera en aquel gran territorio de su diócesis.
Nuestro protagonista, Ceriola, con mucha devoción se relacionó con los campesinos y debido a los violentos acontecimientos de la Revolución liberal en contra de los sacerdotes en aquellas provincias, pasó al puerto de Guayaquil, donde sin establecerse en firme desempeñó las labores de su ministerio, brindando su característica cordial simpatía a los aldeanos de aquellas vastas provincias del litoral. Desde 1898 permanecerá – durante tres décadas aproximadamenteacogido bajo la hospitalidad de nuestra ciudad de Guayaquil, a la que reconocerá como su patria.
De inmediato lo vemos destacarse en su vocación educativa como inspector de la escuela primaria Sagrada Familia, adscrita al palacio Episcopal. Luego llegó a ser vicerrector del colegio San Luis Gonzaga, plantel favorito de la aristocracia guayaquileña. A continuación pasó a subdirector de la Escuela de Letras de la Sociedad Filantrópica del Guayas, la de mayor influencia popular en aquel entonces en todo el país. Sus cátedras predilectas fueron matemáticas, historia, literatura y filosofía. Entonces fueron muchos los jóvenes que aprovecharon su benevolencia. Aquí será donde mayor tiempo permanecería en funciones. El presbítero Ceriola también brilló por su dedicación a la cultura y a las letras; su vocación se reveló, convirtiéndose en un asiduo colaborador de la prensa local, ya sea bajo los seudónimos de Jorge Portalanza o de Jaime Matamoros, o con su auténtico nombre. Su producción en las letras fue en varios géneros: crónicas ingeniosas, entretenidos monólogos, atrayentes monografías y discursos elocuentes que hemos podido apreciar en variedad de revistas y periódicos de la época.
Del presbítero Ceriola se debe destacar su gran amabilidad y don de gentes, así como su talento y cultura exquisitas. Grandes fueron su iniciativa y entusiasmo en la organización de eventos distinguidos, ya que era una costumbre en nuestra sociedad ilustrada y moderna el lucirse en espléndidas veladas. El sacerdote Ceriola justificó con sobradas cualidades el tener una posición preferida y distinguida en la sociedad culta y en la élite de la ciudad.
Gracias a sus múltiples esfuerzos, sus propuestas lograban réditos que él personalmente distribuía desinteresadamente entre los pobres. Velaba por auxiliar a sus amigos, los sacaba de apremios y de prisiones, los sostenía con capitales destina- dos a empresas de comercio y fomentaba negocios. Obraba cultivando sinceramente la generosidad y la ejemplar filantropía, abnegada cualidad que hoy vemos que cobija apenas unos pocos corazones benevolentes, aunque también algunos aparentan e inmerecidamente se prestigian gracias a ella.
Entre sus principales publicaciones tenemos: Historia del periodismo en el Ecuador, en 1905, con la cual obtuvo el premio de El grito del pueblo en su aniversario, y que años después salió a la luz. Es un libro de valor historiográfico que dará la pauta a otros para seguirlo. Pero es innegable que su obra de mayor trascendencia al público general son los bien confeccionados álbumes de fotos, como Guayaquil a la vista y Manabí a la vista, ambos muy lindos, espléndidamente ilustrados y editados en dos ediciones, en Barcelona, el primero en 1910 y 1920, mientras el segundo fue editado en Guayaquil en 1913. Serán testimonio de la época.
Por todo lo ya contado podemos comprender mejor la tarea y logros del presbítero Ceriola; aquilatamos sus servicios, los cuales resultaron tan relevantes para la sociedad de su tiempo. De tal manera que consideramos vacía y corta la visión de Ceriola únicamente como la de aquel que retrata la ciudad y puerto de Guayaquil. Es de mayor mérito destacar sus logros y servicios como los de un extranjero que retribuyó con creces a la hospitalaria Guayaquil. La segunda edición de Guayaquil a la vista es pertinente por la celebración del centenario de la Independencia del 9 de Octubre y debido a los triunfos obtenidos por la ciudad en materia de sanidad. Como él mismo lo dice: “Permítaseme pagar mi deuda de gratitud presentando a Guayaquil como ciudad moderna y con todo lo alcanzado en los últimos diez años”. La ciudad de Guayaquil sigue el camino del modelo de desarrollo de las urbes civilizadas de Europa y de los Estados Unidos.
En esta edición ilustrada a través de la fotografía, brinda un testimonio objetivo de monumentos, calles, transportes y edificios. Asimismo, muestra la sociedad y el recreo en clubes y teatros. Destaca el perfil de los profesionales, y los ramos del comercio, la industria y la banca. De esta manera, las fotos de Ceriola marcan el paso largo desde de lo viejo del gran incendio hacia lo nuevo, a la moderna y progresista ciudad de Guayaquil.
El magnífico huésped de Guayaquil sirvió a algunas parroquias rurales del cantón y una vez empobrecido y anciano, sintiendo los quebrantos de su salud, no regresó a su patria natal. Decidió partir en 1925 a Centroamérica, donde desempeñó las funciones de capellán del hospital de San Miguel, en El Salvador. Luego, en 1928, solicitó el traslado para similar ocupación de capellán en el hospital de Santa Ana, donde recién llegado entregó su alma a Dios. (F)
ESTE SACERDOTE QUE PERMANECIÓ DESDE FINES DEL
SIGLO XIX EN GUAYAQUIL POR TRES
DÉCADAS, EN PLENO AUGE DEL
TRIUNFANTE LIBERALISMO, AYUDÓ A LOS ALDEANOS DE LA ZONA COSTANERA