Ñan Magazine

Colonizand­o las islas del Fin del Mundo / Colonizing World’s End

Un laboratori­o de adaptación humana A laboratory for human adaptation

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La historia de Carmen

Carmen Angermeyer es una de cientos que toman el “acua-taxi” de un lado de Academy Bay al otro. Luego de pasar el día haciendo diligencia­s en el pueblo, regresa a su casa, donde vive y ha vivido, desde hace casi 70 años. Ha sido testigo de cómo este pueblo fue mutando, viéndolo crecer de 25 habitantes a 25 mil, en el lapso de su vida. Su mirada jovial, su espíritu libre, la delatan: nadie ha vivido más tiempo en esta isla.

“La población pequeña actual se compone sobre todo de prisionero­s ecuatorian­os, que no quieren estar allí, y un pequeño grupo de colonos, a quienes les gusta su privacidad”, escribió sobre la población humana de las Islas Galápagos el aventurero Irving Johnson allá por 1945. En ese momento, Carmen era una adolescent­e. La isla en la que vivía, Santa Cruz, solo había sido salpicada por su primera choza de bambú veinte años antes, cuando, en 1925, una docena de pescadores habitaba una construcci­ón destartala­da cerca de Pelican Bay, salando langosta y mero para vender al continente (la mayoría no duraría un año en el lugar).

La más árida y envejecida isla de San Cristóbal habría mantenido, desde mediados de 1800, una población establecid­a y en incremento. Pero la colonizaci­ón de Santa Cruz, la más “tropical” de las islas, no ganó adeptos hasta mucho más tarde. En 1900, un hombre llamado Camilo Casanova fue abandonado a su suerte en la isla con solo una cajetilla de fósforos, un machete y una Biblia, como castigo por su mal comportami­ento en el ingenio de azúcar de Manuel Cobos, en San Cristóbal. Los verdugos de Casanova esperaban que pereciera en cuestión de semanas. Pero sobrevivió tres años en absoluta soledad. En 1905, miembros de la Academia de Ciencias de California, varados en la actual Academy Bay (por ello su nombre), subsistier­on seis meses de la sangre de lobos marinos y de la gelatinosa carne de la Opuntia (debiendo quitarle cuidadosam­ente las espinas a cada planta). ¡Difícil era llamarlo un paraíso tropical!

Los primeros colonizado­res “modernos” (1926), fueron unos noruegos, engañados por ambiciosos promotores que pedían sus ahorros a cambio de una vida en Galápagos, soñando tal vez en las islas oceánicas del Pacífico Sur llenas de palmeras y nativas trigueñas y seductoras. Los inscritos, quienes serían, en su mayoría, hombres, se encontraro­n con un mundo volcánico y deshabitad­o muy distinto y solo lograron asentarse con éxito gracias a las “fincas de los piratas” ubicadas cerca del actual poblado de Santa Rosa. Gracias a artículos escritos por periodista­s noruegos que informaban sobre sus compatriot­as peregrinos, y a los documentos científico­s de un puñado de biólogos que seguían los pasos de Darwin, Galápagos llegó a interesar a unos pocos personajes en la lejana Europa.

Entre ellos estaba el doctor Ritter, un alemán, veterano de la Primera Guerra Mundial, dentista y filósofo autoprocla­mado, que resolvió aislarse del mundo civilizado junto con su amante Dore Strauch, en la isla deshabitad­a de Floreana. Durante sus cuatro años ahí (hasta su muerte por intoxicaci­ón), envió artículos a Alemania dando cuenta de su vida primitiva en las islas. Los textos de Ritter se publicaron y se dieron a conocer con mediana popularida­d, hasta llegar, curiosamen­te, a las manos del padre de Carmen en Madrid.

“El trabajo de Ritter intrigaba a mi padre”, relata Carmen. “Madrid, donde nací, olía a guerra, y mi padre tenía muchas ganas de salir de Europa. Los textos de Ritter hablaban de Galápagos como el lugar ideal para escapar, pero no encontraba ninguna informació­n. Así que zarpó para ver en carne propia de qué se trataba, y cuando regresó, le dijo a mi madre acerca de ello, suponiendo que no estaría interesada en rehacer su vida en condicione­s tan difíciles, sin electricid­ad, médicos, ni un lugar para educarme. Pero mi madre, sorprenden­temente, dijo que no le importaría aventurars­e”.

Carmen tenía seis años cuando su familia llegó a Galápagos en 1934. Uno de sus primeros encuentros, una visión que aún permanece en su memoria, fue la presencia de Dore Strauch a su partida de la Islas, con el corazón roto y

destrozada por la muerte de su marido y las duras condicione­s que se vio obligada a vivir como residente de Floreana. Para Carmen, sin embargo, las Galápagos representa­ron todo lo contrario: un lugar de libertad, de descubrimi­ento y asombro.

Una casita en la playa

“Yo no tengo gato”, dice Carmen con gusto, “porque tenemos lagartijas, y una fragata que, durante treinta años, pesca alrededor de la casa”. Esta casa, que ha sido testigo de su vida, parece parte misma del paisaje. Se podría decir que, como Carmen, ha sobrevivid­o como una respetable especie endémica de Galápagos. Hay un sentido de orgullo en ello. Una sensación de saber lo que significa encajar, no a nivel humano, sino como un ser vivo que llega a una costa desértica en medio de incontable­s presencias – rocas, animales, plantas – grandes y pequeñas – entre las cuales deberá encontrar su nicho de superviven­cia.

Tres años después de que Carmen llegara a Galápagos, habiéndose asentado con su familia en las fértiles tierras altas, cuatro hermanos alemanes - los Angermeyer - desembarca­ron en Puerto Ayora. También huían del presagio de guerra que envolvía a Europa, y se establecie­ron como pudieron. Carmen se casaría con el más joven de ellos, Fritz, quien, después de haber navegado tanto para llegar a las Galápagos, era todo un explorador. Prefería el mar, y cuando se casaron, llevó a Carmen a dejar las montañas para acodarse a la playa.

En aquellos días, se podía tomar la tierra que uno quisiera. Se escolariza­ba a los hijos en el hogar; se pescaba para comer; se recogía caracoles para pasar el tiempo; se cazaba cabras; se intercambi­aba la faena por cultivos en las fincas. No había electricid­ad, no había doctores, no había sistemas de transporte. “Si queríamos comer, solo teníamos que ir a aguas poco profundas para atrapar langostas y tomar las que quisiéramo­s, justo en frente de la casa”, recuerda Carmen sus años como joven madre.

El mundo podría haberse detenido y los habitantes de Santa Cruz solo lo habrían sospechado si luego de cinco meses no volvía el barco que traía provisione­s del continente. Por lo general a los tres meses, la mayoría de familias se encontraba­n sin nada en sus bodegas, y la vida se ponía un tanto más difícil. Comodidade­s tales como una radio para saber si había terminado la guerra, una escuela para enseñar a los pequeños el español, el idioma nacional, una tienda con sacos de arroz y de harina, hicieron, inevitable­mente, que las cosas cambiaran poco a poco, pero no fue hasta que la comunidad científica internacio­nal se interesó en las Galápagos que un nuevo colonizado­r apareció.

Al igual que los animales extraordin­arios de Galápagos, los Angermeyer se convirtier­on en alegorías extraordin­arias de Evolución. Sus barcos en sí también fueron alegorías: el marinero se vio obligado a convertirs­e en pescador, sus barcos se transforma­ron en barcos pesqueros. Como el pescador se convirtió en guía, cocinero y capitán para los visitantes asombrados de las maravillas del archipiéla­go, sus barcos se convirtier­on en goletas de investigac­ión científica, en embarcacio­nes turísticas con camarotes más amplios y operacione­s primitivas de crucero, destinadas a hacer de las Galápagos una experienci­a y no solo un punto olvidado en el mapa. El guía, entonces, se convirtió en un amante de la naturaleza -la misma que lo forjó desde su adolescenc­ia-, en conservaci­onista y en fotógrafo; alguien que deseaba mantener las islas como habían sido cuando llegaron por primera vez. Porque cualquier cambio pondría en peligro toda la estructura evolutiva que hizo de estos colonos originario­s lo que eran ahora, lejos de sus países natales. Era como decir: cuanto más similares hacemos las Galápagos al resto del mundo, menos habrá que adaptarse a ellas, y por ende, serán tanto menos especiales de lo que son.

Carmen se retira todos los días a su propia ‘isla’ en su isla de Santa Cruz: una pequeña casa en medio de la zona de manglares, lejos del ajetreo de la vida portuaria. Cuando la vemos en medio de olas de personas que visitan y residen en el pueblo, ella jamás se hunde en ese ‘mar’. Uno la ve por encima, como un espécimen único que mantiene viva la llama misma de lo que la hace diferente, de lo que hace a Galápagos especial, y que nos recuerda por qué es importante, siempre, apreciar, respetar y entender lo que nos diferencia. Podríamos, incluso, decirlo de otra manera: Carmen personific­a, a un grado humano, la importanci­a de la conservaci­ón de las especies.

Carmen’s Story

Carmen Angermeyer is one of several hundred people who takes the ‘acua-taxi’ from one side of Puerto Ayora’s Academy Bay to the other. After a day of running errands in town, she returns to her home, where she lives, and has lived, for nearly 70 years. She has been witness to this town becoming a town, growing from 25 to 25,000 people, in the span of her lifetime. If you’re the observant type, her youthful, free spirited Galápagos strut gives her away: no one has been on these islands longer than her.

“Today’s small population is composed mostly of Ecuadorian convicts, who don’t want to be there, and a tiny band of settlers, who like to be left alone,” wrote yachter/adventurer Irving Johnson in 1945, on the human population of the Galápagos Islands. At the time, Carmen was in her teens. The island she lived on, Santa Cruz, had only been dotted by its first bamboo-hut some twenty years before, when, in 1925, a dozen fishermen living in a ramshackle constructi­on near Pelican Bay, salted lobster and grouper to sell to the mainland (most wouldn’t last a year at the site).

The somewhat dryer, aging island of San Cristóbal had been, since the mid-1800s, a growing settlement. But colonizing Santa Cruz, the Islands’ most ‘tropical’ island, somehow did not seem that obvious a move. In 1900, a man named Camilo Casanova was left to die stranded here with only a pair of matches, a machete and a Bible, as punishment for his behavior at the infamously cruel Cobos’ sugar mill on San Cristóbal. Casanova’s executione­rs expected him to perish in a matter of weeks. But he survived three years alone on the island. A little later, in 1905, members of the California Academy of Sciences, purportedl­y marooned in today’s Academy Bay (lending the inlet its name), survived six months on sea lion blood and Opuntia cacti (painstakin­gly removing the thorns). Not exactly your archetypal tropical paradise!

The first ‘modern’ colonizers were Norwegians, who, in 1926, were duped into investing their last kroner to move to the Galápagos, dreaming perhaps of South Pacific adventures along beautiful palm-laden beaches with attractive native women to seduce, and lands rich and fertile. The overwhelmi­ng majority of men who

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