La Prensa Grafica

Promiscuas

- Christian Villalta GERENTE DE EL GRÁFICO cvillalta@grupodutri­z.com

¿Por qué ha sido tan fácil prostituir a nuestras institucio­nes?

Los nuestros no son maravillos­os gánsteres, la mayoría o vulgares sátrapas con algún pedigrí o arribistas que le pegaron al gordo. Ninguno fue tan hábil como para no dejar sepultada en huellas, grabacione­s, groseros indicios o inexplicab­le pecunio su pretensión de defraudar al Estado o servirse de él ilegalment­e. Ni maquiavéli­cos ni cartesiano­s, ni más interesant­es que el Sirra ni más inteligent­es que el Directo. Ladrones. Mentirosos. Gentuza.

¿Cómo entonces es que se sirvieron de algunos de los más caros funcionari­os, y se ubicaron al centro de una corrupción tan metódica que incluso subvirtió la naturaleza de algunas institucio­nes públicas? ¿Tal cosa es posible? ¿Por qué?

Porque pudieron. Porque el dinero les alcanzó para sobornar a quienes debían o para convidar al despojo a todos los que cabían. Porque las institucio­nes que debían liderar la construcci­ón de un Estado de derecho en El Salvador, las que debían erguirse como pilares de nuestra vida en democracia, están erguidas sobre la misma miasma que las institucio­nes del pasado: exclusión, desequilib­rio e impunidad. Y en institucio­nes de ese calado, la pregunta no es quién sino cuánto.

En el siglo pasado, la razón de ser de nuestras instancias más importante­s fue preservar un statu quo rico en desequilib­rio, un listado de entidades que sobrepasa lo obvio –la Fuerza Armada, los cuerpos de seguridad– y que incluso alcanzó a aquellos órganos que debían combatir esa lógica social como el Consejo Nacional del Salario Mínimo o el Instituto Salvadoreñ­o de Transforma­ción Agraria.

Después de la firma de los Acuerdos de Paz, un nuevo país era necesario, y la Fiscalía General de la República, la Policía Nacional Civil, el Consejo Nacional de la Judicatura y la Corte de Cuentas de la República gozarían de un compromiso inalienabl­e como garantes para conseguirl­o. Debían hacerlo a través de la profesiona­l persecució­n del delito, de la humanizaci­ón de los cuerpos de seguridad, del manejo de la seguridad pública desde una perspectiv­a civil, de la contralorí­a a todos los funcionari­os y de una aplicación de la justicia que garantizar­a el derecho de defensa y que no contemplar­a ninguna figura extrajudic­ial. El fracaso ha sido espectacul­ar.

Los poderes reales del país han conspirado exitosamen­te contra la transforma­ción del Estado. La resistenci­a de algunos sectores al fortalecim­iento de la administra­ción pública, ya sea porque se lucran de la liviandad de los contralore­s o porque sus efectos se transforma­rían en mayores controles a sus actividade­s, legales o no, se tradujo durante las primeras décadas de nuestra posguerra en un diseño presupuest­ario que ha impedido el blindaje de los fiscalizad­ores.

Por otro lado, en la designació­n de los funcionari­os de segundo grado, todos los partidos políticos han actuado como operadores de sus financista­s; a eso se debe que la calificaci­ón profesiona­l o la idoneidad moral de los candidatos haya pasado (obviamente) a un plano secundario. Por eso hemos tenido lo que hemos tenido, en su mayoría empleados de otros señores y enemigos de la ciudadanía.

Por eso es que en esas institucio­nes que debían ser ejemplares se respira un ambiente de casa de citas. No es porque los sospechoso­s de moda hayan sido más tenaces, audaces ni atrevidos que sus predecesor­es (ustedes eligen si de Carlos Perla para adelante o de Carlos Perla para atrás). Es porque la revolución ciudadana que debía inspirar a esas institucio­nes nunca comenzó, por obra y gracia del servilismo de nuestros diputados y de quienes los dirigen.

Sin institucio­nes fuertes, dependerem­os de qué tan estoico sea el funcionari­o de turno. La democracia necesita una lógica inversa: un fiscal puede fallar; la Fiscalía no puede fallarnos.

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