Promiscuas
¿Por qué ha sido tan fácil prostituir a nuestras instituciones?
Los nuestros no son maravillosos gánsteres, la mayoría o vulgares sátrapas con algún pedigrí o arribistas que le pegaron al gordo. Ninguno fue tan hábil como para no dejar sepultada en huellas, grabaciones, groseros indicios o inexplicable pecunio su pretensión de defraudar al Estado o servirse de él ilegalmente. Ni maquiavélicos ni cartesianos, ni más interesantes que el Sirra ni más inteligentes que el Directo. Ladrones. Mentirosos. Gentuza.
¿Cómo entonces es que se sirvieron de algunos de los más caros funcionarios, y se ubicaron al centro de una corrupción tan metódica que incluso subvirtió la naturaleza de algunas instituciones públicas? ¿Tal cosa es posible? ¿Por qué?
Porque pudieron. Porque el dinero les alcanzó para sobornar a quienes debían o para convidar al despojo a todos los que cabían. Porque las instituciones que debían liderar la construcción de un Estado de derecho en El Salvador, las que debían erguirse como pilares de nuestra vida en democracia, están erguidas sobre la misma miasma que las instituciones del pasado: exclusión, desequilibrio e impunidad. Y en instituciones de ese calado, la pregunta no es quién sino cuánto.
En el siglo pasado, la razón de ser de nuestras instancias más importantes fue preservar un statu quo rico en desequilibrio, un listado de entidades que sobrepasa lo obvio –la Fuerza Armada, los cuerpos de seguridad– y que incluso alcanzó a aquellos órganos que debían combatir esa lógica social como el Consejo Nacional del Salario Mínimo o el Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria.
Después de la firma de los Acuerdos de Paz, un nuevo país era necesario, y la Fiscalía General de la República, la Policía Nacional Civil, el Consejo Nacional de la Judicatura y la Corte de Cuentas de la República gozarían de un compromiso inalienable como garantes para conseguirlo. Debían hacerlo a través de la profesional persecución del delito, de la humanización de los cuerpos de seguridad, del manejo de la seguridad pública desde una perspectiva civil, de la contraloría a todos los funcionarios y de una aplicación de la justicia que garantizara el derecho de defensa y que no contemplara ninguna figura extrajudicial. El fracaso ha sido espectacular.
Los poderes reales del país han conspirado exitosamente contra la transformación del Estado. La resistencia de algunos sectores al fortalecimiento de la administración pública, ya sea porque se lucran de la liviandad de los contralores o porque sus efectos se transformarían en mayores controles a sus actividades, legales o no, se tradujo durante las primeras décadas de nuestra posguerra en un diseño presupuestario que ha impedido el blindaje de los fiscalizadores.
Por otro lado, en la designación de los funcionarios de segundo grado, todos los partidos políticos han actuado como operadores de sus financistas; a eso se debe que la calificación profesional o la idoneidad moral de los candidatos haya pasado (obviamente) a un plano secundario. Por eso hemos tenido lo que hemos tenido, en su mayoría empleados de otros señores y enemigos de la ciudadanía.
Por eso es que en esas instituciones que debían ser ejemplares se respira un ambiente de casa de citas. No es porque los sospechosos de moda hayan sido más tenaces, audaces ni atrevidos que sus predecesores (ustedes eligen si de Carlos Perla para adelante o de Carlos Perla para atrás). Es porque la revolución ciudadana que debía inspirar a esas instituciones nunca comenzó, por obra y gracia del servilismo de nuestros diputados y de quienes los dirigen.
Sin instituciones fuertes, dependeremos de qué tan estoico sea el funcionario de turno. La democracia necesita una lógica inversa: un fiscal puede fallar; la Fiscalía no puede fallarnos.