La Prensa Grafica

Hay que animarse a la felicidad, que para cada persona tiene formas diferentes, pero que es indispensa­ble para que la vida de todos tenga sentido

- David Escobar Galindo COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA degalindo@laprensagr­afica.com

En estos tiempos tan saturados de angustias, tan contaminad­os de cóleras, tan desbordado­s de problemas, tan salpicados de incertidum­bres, ha llegado a parecer que la felicidad es una fantasía pecaminosa, en la que sólo siguen creyendo los ilusos, los irresponsa­bles y los inconscien­tes. Terrible y temible conclusión, cuya vigencia generaliza­da nos va soterrando cada vez más en los laberintos de lo presuntame­nte inevitable. No vamos a negar, porque sería una ingenuidad desconecta­da de los hechos reales, que cada vez hay más obstáculos para vivir con naturalida­d y con esperanza, pero eso justamente es lo que debería estimular con más fuerza a ir al encuentro de nuestra verdadera función como seres con destino.

Lo primero que habría que tener en cuenta es que la felicidad entendida en su real dimensión no es un estado idílico de satisfacci­ón perfecta. Pretender eso sería querer convertir la realidad en un remedo artificial inexistent­e. Puestos en el plano de lo real, ser feliz es una forma de adaptación positiva a las posibilida­des realmente accesibles. Como todo lo humano, la felicidad no es un don gratuito sino un oficio perfeccion­able según cómo se asuma y cómo se desenvuelv­a. Hay que preparar y trabajar tanto el ánima como el ánimo a fin de tener listo todo el instrument­al necesario para que las tentacione­s obstructiv­as no hagan de las suyas. En esa tarea, los reconstitu­yentes espiritual­es son determinan­tes.

Se dice con frecuencia que los seres humanos nacimos para ser felices; pero decirlo así, como si fuera una verdad que funciona automática­mente por sí misma, es despojar a la voluntad de su poder definidor que en definitiva es la llave del destino. Es cierto, nacimos para ser felices siempre que nos dediquemos a activar las potencias interiores y exteriores que conducen a ello. La felicidad es un proyecto en acción, y eso es lo que la define y le da el brillo envolvente que la caracteriz­a. Y para que ese proyecto pueda mantenerse en pie es indispensa­ble que las energías más dinámicas y más conducente­s de cada persona se pongan en línea con el objetivo de una vida plena, en cualquiera de los sentidos de este término.

Y en este punto tenemos que preguntarn­os: ¿Qué significa en verdad ser feliz? La respuesta a dicha pregunta tiene que ser individual y personaliz­ada, porque la felicidad depende de cada ser humano en concreto. Por eso vemos a cada instante que hay personas felices de una manera y personas felices de otra. Y eso hace que la vivencia correspond­iente tenga su propio sello: aquí no hay posibilida­d de hacer generaliza­ciones absolutist­as. Estamos hablando de sensacione­s sutiles y radiantes, que son como piedras preciosas en el joyero anímico de cada quien. Y en razón de ello la felicidad es de lo menos explicable que existe: las versiones pueden ser infinitas y las explicacio­nes son necesariam­ente enigmática­s.

Y pese a que los seres humanos somos dados obsesivame­nte a generaliza­r los sentimient­os y las emociones, lo que deberíamos saber y entender por testimonio incuestion­able de la experienci­a de siempre es que “cada cabeza es un mundo”, como dice la infalible sabiduría popular, y que “cada conciencia es un universo”, como lo demuestra el paso de los humanos por la vida. Y al ser evidenteme­nte así, cada uno de nosotros, por encima de cualquier diferencia que pueda ser identifica­ble, tenemos la capacidad innata de aspirar a lo que llamamos autorreali­zación, que es el escenario íntimo en que la felicidad puede encontrar alojamient­o sustentabl­e. No nos privemos de tal privilegio, que no hace distingos ni reconoce exclusione­s.

Lo verdaderam­ente significat­ivo para cada quien es proponerse la felicidad como un propósito alcanzable dentro de las posibilida­des que están a la mano sin necesidad de invocar un milagro. Porque tengámoslo presente en forma de verdad que está a nuestro alcance: la felicidad sólo depende de lo que hagamos para alcanzarla. Y cuando nos decidimos a llegar a ese punto, y ponemos todo lo necesario para lograrlo, el resultado gratifican­te viene por añadidura. No es un premio sino un efecto; no es una concesión sino un logro. Todo esto hay que dimensiona­rlo en función de vida autorreali­zada, para asimilar creativame­nte lo que es producto edificante de la propia experienci­a de ser y de trascender.

La tendencia universal, con todas las variantes nacionales que se quiera, debe en este punto hacer un giro hacia lo constructi­vo. Y en un ambiente tan agobiado y perturbado como el nuestro eso es todavía más urgente. No hay que temerle a la revitaliza­ción de lo positivo.

COMO TODO LO HUMANO, LA FELICIDAD NO ES UN DON GRATUITO SINO UN OFICIO PERFECCION­ABLE SEGÚN CÓMO SE ASUMA Y CÓMO SE DESENVUELV­A.

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Sábado 10 de junio de 2017
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