Hay que animarse a la felicidad, que para cada persona tiene formas diferentes, pero que es indispensable para que la vida de todos tenga sentido
En estos tiempos tan saturados de angustias, tan contaminados de cóleras, tan desbordados de problemas, tan salpicados de incertidumbres, ha llegado a parecer que la felicidad es una fantasía pecaminosa, en la que sólo siguen creyendo los ilusos, los irresponsables y los inconscientes. Terrible y temible conclusión, cuya vigencia generalizada nos va soterrando cada vez más en los laberintos de lo presuntamente inevitable. No vamos a negar, porque sería una ingenuidad desconectada de los hechos reales, que cada vez hay más obstáculos para vivir con naturalidad y con esperanza, pero eso justamente es lo que debería estimular con más fuerza a ir al encuentro de nuestra verdadera función como seres con destino.
Lo primero que habría que tener en cuenta es que la felicidad entendida en su real dimensión no es un estado idílico de satisfacción perfecta. Pretender eso sería querer convertir la realidad en un remedo artificial inexistente. Puestos en el plano de lo real, ser feliz es una forma de adaptación positiva a las posibilidades realmente accesibles. Como todo lo humano, la felicidad no es un don gratuito sino un oficio perfeccionable según cómo se asuma y cómo se desenvuelva. Hay que preparar y trabajar tanto el ánima como el ánimo a fin de tener listo todo el instrumental necesario para que las tentaciones obstructivas no hagan de las suyas. En esa tarea, los reconstituyentes espirituales son determinantes.
Se dice con frecuencia que los seres humanos nacimos para ser felices; pero decirlo así, como si fuera una verdad que funciona automáticamente por sí misma, es despojar a la voluntad de su poder definidor que en definitiva es la llave del destino. Es cierto, nacimos para ser felices siempre que nos dediquemos a activar las potencias interiores y exteriores que conducen a ello. La felicidad es un proyecto en acción, y eso es lo que la define y le da el brillo envolvente que la caracteriza. Y para que ese proyecto pueda mantenerse en pie es indispensable que las energías más dinámicas y más conducentes de cada persona se pongan en línea con el objetivo de una vida plena, en cualquiera de los sentidos de este término.
Y en este punto tenemos que preguntarnos: ¿Qué significa en verdad ser feliz? La respuesta a dicha pregunta tiene que ser individual y personalizada, porque la felicidad depende de cada ser humano en concreto. Por eso vemos a cada instante que hay personas felices de una manera y personas felices de otra. Y eso hace que la vivencia correspondiente tenga su propio sello: aquí no hay posibilidad de hacer generalizaciones absolutistas. Estamos hablando de sensaciones sutiles y radiantes, que son como piedras preciosas en el joyero anímico de cada quien. Y en razón de ello la felicidad es de lo menos explicable que existe: las versiones pueden ser infinitas y las explicaciones son necesariamente enigmáticas.
Y pese a que los seres humanos somos dados obsesivamente a generalizar los sentimientos y las emociones, lo que deberíamos saber y entender por testimonio incuestionable de la experiencia de siempre es que “cada cabeza es un mundo”, como dice la infalible sabiduría popular, y que “cada conciencia es un universo”, como lo demuestra el paso de los humanos por la vida. Y al ser evidentemente así, cada uno de nosotros, por encima de cualquier diferencia que pueda ser identificable, tenemos la capacidad innata de aspirar a lo que llamamos autorrealización, que es el escenario íntimo en que la felicidad puede encontrar alojamiento sustentable. No nos privemos de tal privilegio, que no hace distingos ni reconoce exclusiones.
Lo verdaderamente significativo para cada quien es proponerse la felicidad como un propósito alcanzable dentro de las posibilidades que están a la mano sin necesidad de invocar un milagro. Porque tengámoslo presente en forma de verdad que está a nuestro alcance: la felicidad sólo depende de lo que hagamos para alcanzarla. Y cuando nos decidimos a llegar a ese punto, y ponemos todo lo necesario para lograrlo, el resultado gratificante viene por añadidura. No es un premio sino un efecto; no es una concesión sino un logro. Todo esto hay que dimensionarlo en función de vida autorrealizada, para asimilar creativamente lo que es producto edificante de la propia experiencia de ser y de trascender.
La tendencia universal, con todas las variantes nacionales que se quiera, debe en este punto hacer un giro hacia lo constructivo. Y en un ambiente tan agobiado y perturbado como el nuestro eso es todavía más urgente. No hay que temerle a la revitalización de lo positivo.
COMO TODO LO HUMANO, LA FELICIDAD NO ES UN DON GRATUITO SINO UN OFICIO PERFECCIONABLE SEGÚN CÓMO SE ASUMA Y CÓMO SE DESENVUELVA.