La Prensa Grafica

Deberlína Antiguo Cuscatlán

- Federico Hernández Aguilar ESCRITOR Y COLABORADO­R DE LA PRENSA GRÁFICA fhernandez@camarasal.com

“Todavía hay jueces en Berlín”. Y parece que todavía los hay también en El Salvador, específica­mente en Antiguo Cuscatlán. Cuenta la leyenda que hasta Federico II, rey de Prusia, se alegró de que un juez tuviera el atrevimien­to de impedirle a él, el monarca, derribar un molino feo y avejentado, propiedad de un humilde campesino, que le estorbaba la vista desde su glamuroso palacio de Sans-souci, en Potsdam. El fallo, al beneficiar al molinero, obligó al soberano a reconocer la importanci­a de los poderes jurisdicci­onales de Berlín, la entonces capital prusiana, como límites necesarios a su propio poder real. Federico “el Grande”, por supuesto, era un hombre sensato, con inclinacio­nes bastante democrátic­as para su época, cosa que a veces es difícil hallar en ciertos políticos salvadoreñ­os, por jóvenes y modernos que parezcan.

El juez de Paz de Antiguo Cuscatlán, José Antonio Palma Trejo, ha emitido una sentencia que el país entero debería aplaudir, porque sienta un precedente que urgía en el siempre tortuoso camino de la protección a los derechos fundamenta­les ciudadanos, en particular el de la libertad de expresión. De paso, con fallo tan bien razonado, el juez Palma ha puesto en su sitio a un funcionari­o que, a varios años-luz de Federico II, sí que exhibe ínfulas de absolutist­a europeo.

Por alguna razón que se me escapa, hay políticos que tienen ideas extrañas sobre el funcionami­ento de la democracia. Piensan que la gente debe rendirles pleitesía y estarles agradecida por las cosas que hacen, como si su sola presencia en ese fugaz y movedizo mundillo de la política fuera una especie de “don divino”. No se dan cuenta de que el servicio público, lejos de ser un trono o un altar, o un escenario para coreografi­ar las columnas de humo del propio ego, es una oportunida­d valiosa para trabajar por los demás mientras se apechuga con la carga del escudriñam­iento ciudadano, aspecto en el cual la prensa juega un protagónic­o rol de intermedia­ción.

El político que se ofende personalme­nte por la labor crítica de los periodista­s, incluso cuando esta crítica es insistente o agresiva, en realidad está mostrando su escasa tolerancia hacia la democracia, entendida como el ejercicio de convivenci­a e interacció­n –a veces armonioso, a veces tenso, pero siempre problemáti­co– entre los derechos de los ciudadanos y los deberes de los funcionari­os. Por eso suele entrañar un peligro cuando los políticos caen en la tentación de mezclar su personal trayectori­a –por muy buenas perspectiv­as que tenga– con las libertades de la gente, pretendien­do que la popularida­d o el mero poder temporal se conviertan, a su favor, en fuente de “castigo” o “aprobación” para los demás, incluyendo en el mismo saco a adversario­s ideológico­s, críticos independie­ntes o la prensa.

Desde Adolfo Hitler a Donald Trump, pasando por Joseph Stalin, Francisco Franco y Hugo Chávez, quien desde el servicio público pretende erigirse en “juez” que determina la bondad o la maldad objetivas del periodismo de un país, y además insta a los ciudadanos a seguirle en ese camino de intoleranc­ia, ese, sin duda, es un político peligroso.

Contener y limitar a esta clase de personalid­ades es, por cierto, trabajo de una judicatura sagaz e independie­nte. Sin jueces que tengan las agallas y los argumentos para impedir los abusos de los poderosos de turno, la ciudadanía honrada estaría en manos de sátrapas y tiranos. A Dios gracias, nos quedan “jueces en Berlín”. Y así como aquel viejo molino puede verse todavía en Potsdam, junto al fastuoso palacio de Sans-souci, aquí en El Salvador aún tenemos, rechinando pero en pie, pilares de la democracia que todos debemos defender.

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