La efectividad institucional debe manifestarse en todo momento para garantizar que la gestión responda a la realidad del país
La normalidad de la vida nacional, tanto en lo público como en lo privado, exige, sin excusas ni pretextos de ninguna índole, que tanto en lo institucional como en lo social prevalezcan la disciplina responsable y el estricto apego a la ley. Si algo incide de manera directa en el malestar y en la desconfianza de la ciudadanía es esa reiterada sensación de que aquí cualquiera hace lo que se le viene en gana sin que haya límites ni controles suficientemente oportunos y eficaces para que la sociedad se pueda sentir segura y estimulada a progresar en paz y en confianza. Al ser así las cosas, lo que se requiere para que se vaya potenciando la seguridad en el ambiente es que se activen los mecanismos de la credibilidad basada en un desempeño que efectivamente responda a los intereses de la colectividad nacional.
Dadas las múltiples situaciones problemáticas por resolver, los reclamos de eficiencia gubernamental se han vuelto cada vez más directos e incisivos, porque en definitiva quien paga los costos mayores de una gestión insuficiente o errática es la población en general, en quien, según mandato constitucional, reside el poder originario. La ciudadanía como sujeto máximo dentro del esquema de vida vigente tiene, entonces, toda la capacidad de exigir que sus representantes se comprometan con el mandato y hagan en todo momento lo necesario para cumplir con las obligaciones asumidas.
Muchas de las complicaciones que se presentan en el diario vivir de los salvadoreños tienen su origen en la falta de un ejercicio verdaderamente eficiente de las funciones gubernamentales, y esto tendría que ser el acicate principal de los cambios estructurales y funcionales que ya son inaplazables para que El Salvador sea un espacio propicio para las realizaciones tanto individuales como colectivas. Cuando se habla de “cambio” desde las esferas políticas, dicho término tiende a ser encajonado en fórmulas ideológicas sesgadas; pero aquí nos estamos refiriendo al cambio de visión, de perspectiva, de rumbo y de manejo.
En tal sentido, la eficiencia institucional constituye el factor más determinante para mover las energías del país hacia el campo de lo constructivo, que es donde se gestan todas las dinámicas del desarrollo y de la prosperidad. Es hora más que sobrada de que tanto los enfoques públicos como los enfoques privados apunten en la misma dirección, haciendo posible que las diferencias dejen de ser círculos viciosos y pasen a ser contrastes virtuosos. Esto último no es un idealismo vacuo, sino una invitación eminentemente práctica a potenciar lo mejor de la salvadoreñidad en vivo, que ha tenido tantas manifestaciones ejemplares a lo largo del tiempo y que venimos dejando tan al margen en las épocas más recientes.
Hay que revitalizar al país, y los primeros que deben asumir tal compromiso ineludible son los actores políticos, tanto en lo partidario como en lo gubernamental, que es donde están las principales retrancas que hay que quitar del paso. El ejemplo de la eficiencia tendría que proliferar en el ambiente, para que pueda haber signos verificables de que el proceso nacional se mueve hacia mejores condiciones de progreso y de convivencia. Todos los estancamientos actuales, que son tan nocivos e imposibilitantes, deben ser superados de manera irreversible, por encima de cualquier contradicción.
DADAS LAS MÚLTIPLES SITUACIONES PROBLEMÁTICAS POR RESOLVER, LOS RECLAMOS DE EFICIENCIA GUBERNAMENTAL SE HAN VUELTO CADA VEZ MÁS DIRECTOS E INCISIVOS, PORQUE EN DEFINITIVA QUIEN PAGA LOS COSTOS MAYORES DE UNA GESTIÓN INSUFICIENTE O ERRÁTICA ES LA POBLACIÓN EN GENERAL, EN QUIEN, SEGÚN MANDATO CONSTITUCIONAL, RESIDE EL PODER ORIGINARIO.