La misión básica de los liderazgos nacionales consiste en interpretar a fondo lo que la ciudadanía quiere y anhela
Lo que se quiere son respuestas a todas las cuestiones del presente y lo que se anhela son aperturas a las posibilidades del futuro. En ambos sentidos hay que mover compromiso y eficiencia...
La democracia no es en ningún caso un ejercicio mecánico, como parecieran creer, por comodidad interesada, prácticamente todos los actores nacionales, y muy en particular los actores políticos, que son los más visibles por la misma naturaleza de su desempeño. La convivencia democrática es en todo caso un ejercicio de interacciones constantes, la principal de las cuales tiene que darse entre representantes y representados, porque ahí está el meollo del desenvolvimiento pacífico y constructivo de la sociedad, cualquiera que ésta sea. Por consiguiente, cuando los representantes se extralimitan y los representados se someten no se puede hablar de una democracia verdaderamente en funciones. Eso pasó en nuestro país por larguísimo tiempo, y el que las cosas vengan cambiando al respecto es la mejor prueba de progreso que podemos tener.
Pero aun dentro de esa dinámica de recomposición ordenadora hay que tener presente que para que se pueda decir que en nuestro país la funcionalidad política está consolidada es preciso, en primer término, tomar suficiente conciencia sobre ello. Las fuerzas partidarias y sus núcleos conductores no se han despojado del todo de las viejas tendencias hegemónicas, y en muchos sentidos siguen viendo en la ciudadanía un sujeto de carácter inferior. Y se constata al comparar lo que se le dice a la gente durante las campañas electorales con lo que se cumple cuando se pasa a la zona de la gestión, sea como Gobierno o como oposición. Falta mucho, sin duda, para que la funcionalidad antes mencionada se comporte en debida forma.
Eso no va a poder lograrse si la democracia no se vuelve un compromiso ineludible para todos los ciudadanos sin excepción. Liberémonos ya, pues, del erróneo concepto de que la democracia es una opción simplemente objetiva en la que sólo tienen que participar unos pocos, para pasar al plano de la participación generalizada, que es donde está la auténtica esencia del fenómeno. Si la democracia no somos todos en realidad no existe. Y es ahí donde el rol de los liderazgos nacionales se define: hay que ir constantemente al encuentro del pensar y del sentir ciudadanos para que la representación se valide en todo sentido.
Afortunadamente, la dinámica que ha venido manifestándose en el proceso salvadoreño permite abrirse a la confianza en que vamos ganando seriedad en el quehacer institucional, pese a todos los trastornos que siguen proliferando en el ambiente. Y lo más importante es que, pese a las diversas dificultades de recorrido, dicho proceso se mantiene básicamente saludable, lo cual podrá ir ganando consistencia si entre la ciudadanía y la institucionalidad se fortalecen los vínculos de mutua dependencia en el mejor sentido del término.
Cuando decimos que la misión básica de los liderazgos nacionales consiste en interpretar a fondo lo que la ciudadanía quiere y anhela estamos poniendo de relieve dos realidades que hay que clarificar en todo momento. Lo que se quiere son respuestas a todas las cuestiones del presente y lo que se anhela son aperturas a las posibilidades del futuro. En ambos sentidos hay que mover compromiso y eficiencia, para que nada se quede en el aire.
Lograr que lo anterior entre en fase de concreción en los hechos exige que los encargados de la gestión pública, sobre todo los que tienen en sus manos las decisiones superiores, se autorreconozcan como responsables inmediatos del destino nacional. Que no se vean como depositarios omnipotentes sino como gestores serviciales.
En esto tiene que haber un salto de calidad que coloque al proceso que vivimos en fase de avanzada, como lo va posibilitando y demandando la evolución democrática. Y los liderazgos nacionales tendrían que saldar cuanto antes la deuda que tienen al respecto.
Pese a todo, hay que seguir confiando en la capacidad nacional para sostener sus bases de progreso, sin que la frustración y el desaliento acaben por hacerse valer.
Y que El Salvador despierte a diario con la certidumbre de que el día le pertenece.