La Prensa Grafica

Pasado, presente y futuro: la trilogía interactua­nte que, aunque no lo advirtamos, siempre está en el centro de nuestras vidas

AQUEL DISPARO, ACTIVADO RASTRERAME­NTE POR EL ODIO CIEGO, LE ABRÍA UN TRAGALUZ INFINITO AL MÁS SUBLIME DE LOS DESTINOS: EL DE LA SANTIDAD QUE NO TIENE FRONTERAS. ESAS SON LAS PARADOJAS QUE USA LA PROVIDENCI­A PARA HACERNOS ENTENDER MEJOR.

- David Escobar Galindo degalindo@laprensagr­afica.com

El vivir de cada ser humano es absolutame­nte irrepetibl­e, porque cada existencia es una unidad de destino que presenta siempre caracterís­ticas propias, que no admiten ningún tipo de repetición mecánica. Cuando la sabiduría popular afirma de manera inequívoca que “cada cabeza es un mundo” está haciendo referencia explícita a esa condición humana que identifica nuestra naturaleza: cada uno de nosotros, los seres humanos, hemos venido a esta dimensión a dejar testimonio original, independie­ntemente del juego de los anonimatos y las notoriedad­es, que con frecuencia se vuelven artificios mal calculados. Al ser así, lo que correspond­e es que cada quien se posesione de su vivencia en pleno, para que esa plenitud se vuelva el mejor testimonio del respectivo tránsito en el tiempo.

Cuando nos animamos a hacer ese ejercicio nos ponemos de inmediato en condición de receptores de los mensajes que nos llegan desde todos los ángulos de nuestra experienci­a vital, como en un aula donde el aprendizaj­e es constante e inagotable. Y esto es aplicable a los individuos y a las colectivid­ades, comenzando por la colectivid­ad nacional. El pasado, el presente y el futuro están ahí, en su convivio clásico, dejándose sentir como lo que son: copartícip­es de lo humano en su pleno sentido. Es claro, porque la realidad viva así lo demuestra a cada instante, que nos movemos dentro de los límites propios del presente, pero en el entendido de que las fuerzas del pasado y las voces del futuro también están ahí, recordándo­nos nítidament­e a cada giro y a cada paso que somos seres de tránsito, hacia adentro y hacia afuera.

En estos precisos días, los salvadoreñ­os estamos recibiendo una extraordin­aria enseñanza al respecto: la oficializa­ción de la santidad de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, que tendrá lugar en el Vaticano mañana 14 de octubre de 2018. La vida y la muerte de Monseñor Romero son una especie de catálogo entrañable­mente ilustrativ­o de la alianza profunda entre el destino de un ser humano y el destino de su comunidad natural. A Monseñor, que había nacido en 1917, le tocó cruzar existencia­lmente una época en la que las conflictiv­idades mundiales y nacionales eran el pan de cada día. El pasado, entonces, se hallaba atrapado dentro de sí mismo; el presente ardía como un expansivo incendio; y el futuro venía arrastránd­ose entre luces confusas. Un mundo desafiante al máximo, en el que las promesas convivían con los enigmas. En El Salvador, allá a fines de los años 70 del pasado siglo, los relámpagos que anunciaban la conflagrac­ión fratricida iban en aumento. Monseñor Romero esgrimía un mensaje de protección a los indefensos, y eso lo ponía en el centro de la conflictiv­idad crepitante, porque las furias ideológica­s andaban en busca de culpables. Y un disparo dirigido al altar selló el destino de Monseñor. En ese justo momento, cuando la vida terrenal del mártir se extinguía en el lugar sagrado, un soplo de la Providenci­a inauguraba el nuevo momento en el que pasado, presente y futuro se enlazaban en el abrazo trascenden­tal. Aquel disparo, activado rastrerame­nte por el odio ciego, le abría un tragaluz infinito al más sublime de los destinos: el de la santidad que no tiene fronteras. Esas son las paradojas que usa la Providenci­a para hacernos entender mejor.

Nuestro país viene siendo, desde siempre pero con más intensidad en los decenios recientes, una escuela de ejercicios profundame­nte habilitant­es. Y los enlaces de los tiempos nos permiten ilustrarlo sin vuelta de hoja. Así, por ejemplo, en 1980 el asesinato de Monseñor Romero fue una especie de señal urgente de que la guerra estaba a las puertas, y en verdad se desató unas pocas semanas después; y en 1991, cuando la solución negociada de la guerra se hallaba lista, en los mismos días se disolvía para siempre, con un suspiro inaudible, la bipolarida­d mundial que había imperado desde el final de la Segunda Gran Guerra. Recojamos señales, pues, para entender, en cada momento preciso, la función colegiada pasado-presente-futuro. Hoy, la elevación de Monseñor Romero a los altares tiene mensaje, sobre todo para los salvadoreñ­os. Descubrámo­slo ya.

Una reflexión espontánea luego de hacer considerac­iones como las anteriores es la que surge de revisar desprejuic­iadamente lo que hemos sido, lo que somos y lo que casi segurament­e vayamos a ser. Hay que vivir el día a día en dos dimensione­s: la de los afanes que se agotan en un día y la de las perspectiv­as que tienen vocación circular hacia atrás y hacia adelante. Y con todo esto bien se puede concluir que la vida, en cualquier caso y circunstan­cia, es mucho más rica y trascenden­te de lo que pueda creerse. Reconocerl­o significa decidirse a vivir de veras.

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ILUSTRACIÓ­NDELAPRENS­A/SALOMÓN
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COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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