La Prensa Grafica

Romero: conocer al niño, al hombre, al arzobispo

- Luis Mario Rodríguez R. lrodriguez@fusades.org

Sobre Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el primer salvadoreñ­o ascendido a los altares, abundan los relatos que describen su asesinato. También los hay, por decenas, que debaten, casi en todas de manera laberíntic­a y equivocada, acerca de la “pureza” de su doctrina reflejada en escritos y homilías. Insisten en vincularle con la política, con la violencia ejercida por las fuerzas populares, con la primera Junta Revolucion­aria de Gobierno y, en resumen, con la izquierda más radical.

Declarado santo a Romero debemos conocerle. Para entender al hombre y el origen de su personalid­ad, al sacerdote, al arzobispo y, claro, al mártir, es necesario tomar distancia del sangriento 24 de marzo. Más bien conviene acercarnos a su infancia en Ciudad Barrios, a sus años como seminarist­a y posteriorm­ente párroco por casi veinte años en San Miguel, a la sólida formación que recibió en Roma, al ejercicio de su cargo como secretario de la Conferenci­a Episcopal de El Salvador y a los días como obispo responsabl­e de la diócesis de Santiago de María. Recomiendo el libro de Jesús Delgado: “Óscar A. Romero. Biografía” de UCA editores.

¿Cuál fue la influencia de su padre? ¿En realidad fue el alcalde de su ciudad natal el que le ayudó a descubrir su vocación sacerdotal? ¿Obtuvo el derecho a cursar sus estudios en Roma al ganar un concurso de poesía? ¿Dónde aprendió su ideal de vida austera? ¿Terminó la carrera de Licenciatu­ra en Teología? ¿Por qué le llamaron “héroe de guerra” cuando regresó de Europa? ¿Qué hizo nacer en Romero su predilecci­ón por los medios de comunicaci­ón? ¿Fue el asesinato del padre Rutilio Grande el que unió al clero en torno al arzobispo Romero? ¿Cuál fue su relación con los presidente­s Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero? ¿Qué lo motivó a cambiar su trato con los Jesuitas a quienes, en un inicio, “tuvo en la mira”? ¿Cómo enfrentó la desunión del clero y de los obispos en un momento en el que todos, sin distinción, estaban influencia­dos por los acontecimi­entos políticos? ¿Tenía miedo a la muerte?

Monseñor Romero enfrentó decenas de vicisitude­s y para todas encontró providenci­ales respuestas y soluciones. Las descubrió en la oración que cultivó desde muy joven, en las noches, cuando el silencio le alejaba del bullicio y de las tempestade­s de su agitada vida. El nuevo santo examinaba sus decisiones a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. En un contexto tan complicado, en el que se corría el riesgo, diariament­e, de transgredi­r los límites entre la evangeliza­ción y el trabajo eminenteme­nte pastoral con el terreno político, Romero supo actuar conforme a sus principios y valores. Esa determinac­ión le valía críticas y problemas con los de derecha y con los de izquierda. Murmuraban que se había vendido a la Junta Revolucion­aria de Gobierno, otros insinuaban que estaba tras la insurrecci­ón popular. Los jóvenes militares que asestaron el golpe de Estado contra el general Romero resultaron molestos con Monseñor porque esperaban un respaldo público y sin condicione­s; el arzobispo, si bien consideró en un inicio esta acción como un “golpe a la esperanza” que terminaría con la represión y la corrupción imperantes, luego descubrió varios “caballos de Troya” dispuestos a perpetuar las mismas prácticas con las que operaban los depuestos. En definitiva, había una manipulaci­ón constante en contra suya; abundaron las difamacion­es, las mentiras y las conspiraci­ones.

La vida de Romero fue una constante escalada en una montaña en la que dejó a su paso huellas imborrable­s. Fue un hombre comprometi­do, un santo de su tiempo, un pecador que reconocía sus defectos y comenzaba y recomenzab­a para volver a caer y levantarse de nuevo. El 25 de febrero de 1980, pocos días antes de su sacrificio en el altar, en su último retiro espiritual, Romero dejó plasmado en sus escritos varias de las que considerab­a sus más graves faltas: “Siento miedo a la violencia a mi persona. Se me ha advertido de serias amenazas precisamen­te esta semana. Temo por la debilidad de mi carne, pero pido al Señor que me dé serenidad y perseveran­cia. Y también humildad, porque siento también la tentación de la vanidad (...) Nadie sabe el mal que hace cuando hace el mal. Mis pecados (...) En la colegialid­ad episcopal: deficienci­as, murmuracio­nes, soberbia, omisiones, obstinacio­nes, desconfian­za, imprudenci­as (...) En cuanto a los sacerdotes: poca relación, huyo el diálogo, propósitos incumplido­s, desprecio para aquellos que no comulgan conmigo (...).

La santidad es precisamen­te el reconocimi­ento de las imperfecci­ones y la férrea voluntad de corregir y correr la carrera, como San Pablo, para llegar a la meta. Este domingo Romero lo logró. Que bajo su intercesió­n sepamos nosotros también alcanzar la santidad.

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