Han transcurrido 27 años desde la firma del Acuerdo y la construcción de la paz tiene aún muchas tareas pendientes
SI BIEN HAY QUE CELEBRAR EL ACUERDO, ES MUCHO MÁS IMPORTANTE DAR A CONOCER SU AUTÉNTICO SIGNIFICADO Y LO QUE REPRESENTA COMO EXPRESIÓN DEL ESPÍRITU SALVADOREÑO.
Cuando faltaba poco para que se cumplieran 12 años de conflicto bélico en el terreno, con dos estructuras armadas en lucha que contaban con el respectivo apoyo de las dos superpotencias mundiales de entonces, todas las condiciones imperantes tanto en nuestro país como en el mundo fueron conduciendo irreversiblemente hacia el fin de la guerra, poniendo en acción lo que casi nadie había anticipado hasta aquel momento: la solución política negociada, con todo el apoyo internacional y con signos de ejemplaridad que fueron reconocidos sin excepción. Aquel jueves 16 de enero de 1992 por la mañana, en el Castillo de Chapultepec de la ciudad de México, se suscribió el Acuerdo de Paz, ante la presencia y la mirada del mundo, con lo cual El Salvador no sólo dejaba atrás un sangriento conflicto sino que se incorporaba con las mejores credenciales a la nueva época mundial, que estaba también alzando vuelo.
En aquel momento se vio la finalización definitiva de la violencia armada como un brote histórico con todos los signos a favor. Eso era lo que naturalmente podía esperarse, sobre todo porque los liderazgos políticos, incluyendo los que provenían del campo revolucionario, se habían incorporado sin ningún problema de aceptación mutua al proceso que se estaba reconfigurando. Pero lo que muy pronto quedó en evidencia fue que no bastaba con la incorporación pacífica de todos: era necesario que se entrara en una dinámica de reenfoques sobre las diversas áreas del fenómeno real para poder pasar desde ahí a las correcciones estructurales y conductuales pertinentes, conforme a los requerimientos de la época que se estaba iniciando. Eso no se dio de manera oportuna, y las distorsiones comenzaron a imponerse, con variantes respecto de lo que ocurría en tiempos anteriores pero sin que se dieran replanteamientos verdaderamente reordenadores y revitalizadores.
A estas alturas, debería ser perfectamente claro para todos, tanto para los actores nacionales como para los observadores internacionales, y muy en especial para la ciudadanía que es el sujeto principal del proceso, que nuestro ejercicio pacificador sentó bases muy sólidas para el desenvolvimiento de una nueva realidad nacional, en la que la lógica democrática y el régimen de libertades estuvieran confiablemente consolidados y debidamente garantizados.
Hemos avanzado, pese a las ineficiencias e insuficiencias, pero desde luego la tarea que está por asumir y por concretar es todavía de gran volumen y de mucho compromiso. El Acuerdo de Paz lo que logró fue abrir una era de participación política sin las exclusiones que se habían mantenido desde siempre. Pero un escenario, por adecuado y auspicioso que sea, no puede funcionar solo: necesita que los que actúen en él se desenvuelvan como debe ser. Ahí está la deuda por cubrir.
Si bien hay que celebrar el Acuerdo, es mucho más importante dar a conocer su auténtico significado y lo que representa como expresión del espíritu salvadoreño. Y en especial en lo que toca a las nuevas generaciones es ineludible que tengan la información y el conocimiento que les permitan valorar la fuerza de la salvadoreñidad desde sus raíces.
Este año, que es tan desafiante en tantas direcciones, tiene que convertirse en la revelación de una nueva plataforma de vida nacional. Y eso hay que proyectarlo y desplegarlo en el tiempo, para que el presente y el futuro nos sean propicios.