La Prensa Grafica

EN LA CUMBRE DEL ANHELO

- David Escobar Galindo

Y entonces se hicieron novios, aunque el término era muy poco ilustrativ­o sobre la verdadera relación que llevaban. Sus respectiva­s familias vieron aquella unión como un capricho de jóvenes que apenas estaban saliendo de la adolescenc­ia, y para no crear fricciones que pudieran ser contraprod­ucentes en la línea de la extravagan­cia, los dejaron estar con sonrisas forzadas y con ayudas calculadas. Ellos no parecían tomar en serio nada de aquello, y estaban dedicados a lo suyo, con una disciplina existencia­l de seguro digna de mayor edad y de mejor causa. Aunque aún no era tiempo de formalizar la alianza de vida, ellos, sin decírselo a nadie, la formalizar­on a su manera. Alquilaron por un fin de semana aquella pequeña construcci­ón de madera y lámina que estaba en la parte más alta de una colina no muy distante, y hacia allí se fueron a pasar aquellas horas juntos, sin tener a nadie alrededor; bueno, salvo las presencias vegetales visibles y las presencias animales invisibles. Cuando estuvieron ahí, ambos, sin hacer ninguna referencia al respecto, empezaron a sentir que una especie de aura voladora se les iba despertand­o por dentro. Eso les hacía sentir como si estuvieran a punto de levitar sin proponérse­lo, y curiosamen­te de la manera más espontánea. Sólo estarían ahí una noche, y por eso aquellas horas eran claves para sentir a fondo lo que estaban sintiendo. Tomaron el bocado que llevaban, se pusieron cómodos con las ropas que también llevaban y se dispusiero­n a la aventura posible. --¿Qué quieres hacer? –le preguntó él. --Ya lo sabes: el amor. --Bueno, pero el amor ya está hecho. ¿Qué más? --Hacerlo en otro plano. --¿Cuál plano? --El de los sueños que vuelan. --¡Vamos, entonces! Y sin decir más, se unieron en un abrazo volador. El cielo los estaba esperando con sus colchones nebulosos.

EL TIEMPO NOS VISITA

Su bisabuela había sido artesana de figuras religiosas. Su abuela fue dueña de un jardín donde se cultivaban flores comerciali­zables. Su madre estaba aún dedicada a producir trajes para ocasiones solemnes. Y ahora le tocaba a ella definir su dedicación de cara al futuro. De seguro por su propia naturaleza anímica aquella definición iba saltando, sin resolverse, de mes en mes, con la amenaza de que no fuera a producirse nunca. Hasta que una mañana cualquiera, que en verdad resultó ser un momento estelar en su vida, se encontró con aquel compañero de kindergart­en a quien no había visto, y ni siquiera recordado, desde entonces: --Hola, vos sos Elisa, ¿verdá? --¿Y vos sos Franco, no es cierto? Ambos se rieron. Sobraban aquellas dos preguntas, pero las respuestas sonoras valían la pena. Y al sólo mencionar los nombres se les activó en ambas conciencia­s un eléctrico vínculo totalmente insospecha­do. --¿Qué ha sido de tu vida, desde aquellos tiempos en que eras una niña colocha y contemplat­iva? --¿Y qué ha sido de la tuya, desde que usabas tus primeros bluyines y tenías voz más ronca que ahora? Ambos comenzaron a reírse entre dientes, hasta acabar en la carcajada conjunta. Y esa carcajada espumosa fue como una señal de perspectiv­as abiertas. Sin darse cuenta, estaban ya tomados de las manos. --Elisa, vos sos una artista nata. Tus acuarelas son un encuentro de colores vivos. --¿Y cómo lo sabés, Franco, si yo jamás he pintado una acuarela? --¿En serio? Entonces estás como yo. --¿Qué querés decir? --Que yo en este instante acabo de descubrir lo que soy: un descifrado­r de latidos del alma… --¿Y que hacemos ahora? --¡Esto! Y sin decir más se le acercó hasta que se juntaron las respiracio­nes. De ahí brotó el suspiro, que hizo temblar todas las hojas alrededor. El antiguo kindergart­en se habia transfigur­ado en un templo, íntimo y aromado.

CORRIENTES INMEMORIAL­ES

El arroyo corría ladera abajo, como si tuviera prisa por ir a cada instante al encuentro de su destino natural, que era aquel pequeño lago al que la mayoría de los lugareños no le prestaban ni la mínima atención. Y cuando aquel desconocid­o recién llegado se instaló en una cabañita casi derruida que estaba en una de las orillas donde el agua era más accesible algo pareció animarse en la atmósfera del lugar. El sábado siguiente algunos de los habitantes de los alrededore­s se fueron acercando sin ningún acuerdo previo a las aguas fluyentes. Entre ellos, el más anciano y el más joven de los pobladores. Era una tertulia perfectame­nte improvisad­a, y eso hacía que los concurrent­es se hallaran dispuestos a expresar con libertad lo que sentían. --Por favor, que los que tengan guitarra vayan a su vivienda y la traigan. ¡Le vamos a dar serenata al agua viva! Frente a esa invitación que tenía todas las caracterís­ticas de una orden, muchos se fueron alejando para darle cumplimien­to. Y en menos de un cuarto de hora la concurrenc­ia pudo empezar a oír improvisac­iones de veras sorprenden­tes. Todas eran melodías no identifica­bles, que le daban a la ocasión un pulso casi mágico. En eso, el más anciano y del más joven de los presentes se salieron del grupo de los espectador­es y pidieron silencio con un gesto unánime: --El arroyo ha sido nuestro maestro, y tenemos que declararle nuestra devoción permanente. La señal nos la ha traído un mensajero silencioso. Vamos a buscarlo… Y todos en fila se dirigieron a la cabañita del desconocid­o. Se detuvieron frente a la puerta. Adentro lo que se oía era un sonido de aguas semejantes a las del arroyo. Los más desconfiad­os comenzaron a preguntars­e qué estaba pasando, y en ese mismo instante se entreabrió la puerta. Lo que apareció fue la imagen del desconocid­o, cuya forma humana tenía hoy la energía de un manantial encariñado con la luz. --¡Gracias a todos! Seguiré aquí, soltando toda la liquidez de mi ser mientras el aire y la tierra me lo permitan… Gocemos juntos, los presentes y los que vendrán, el misterio de las aguas vivas. Y la sangre que habita en ustedes es el arroyo fraternal que nunca duerme. ¡Feliz desvelo, almas gemelas!

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