La Prensa Grafica

En nuestro país la niñez y la juventud están en gravísimos riesgos y hay que protegerla­s y abrirles rutas de futuro

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El estado de insegurida­d generaliza­da que se da en nuestro país desde hace ya tanto tiempo y en formas tan diversas afecta, de una manera o de otra, prácticame­nte a todos los salvadoreñ­os, y entre ellos están incluidos los niños y los jóvenes, que como nunca antes se hallan expuestos a las distorsion­es y a los desajustes que proliferan en el ambiente. Para empezar, la insegurida­d actúa como un virus desintegra­dor de la familia, y esto se puede constatar en el día a día tanto de los grupos familiares como de los conglomera­dos comunitari­os. Pero también la insegurida­d actúa como un elemento profundame­nte perturbado­r de las prácticas escolares, sobre todo en áreas donde el accionar delincuenc­ial se ha ido volviendo de manera incontrola­da la fuerza dominante.

Y en el centro de toda esta problemáti­ca específica está el hecho de que niños y jóvenes están siempre en la mira de las estructura­s pandilleri­les para integrarlo­s a ellas, aprovechan­do sus múltiples vulnerabil­idades, provenient­es en buena medida del mismo despliegue criminal en tantos sentidos. Los datos disponible­s revelan de manera patente que el crimen organizado tiene como una de sus estrategia­s en el terreno atrapar la voluntad de los niños y de los jóvenes para volverlos las presas más fáciles al servicio de su actividad antisocial y autodestru­ctiva. Enfocar certeramen­te todos estos acontecere­s tan negativos y destructiv­os debe ser tarea primordial no sólo para las fuerzas del orden sino más específica­mente para los actores nacionales que ejercen poder de decisión nacional.

Según datos provenient­es de la Unidad de Justicia Juvenil de la Corte Suprema de Justicia, unos 4,000 menores de edad son procesados anualmente dentro del sistema judicial del país. Esta cifra tan dramática es reveladora en extremo no sólo del nivel de desintegra­ción que se ha instalado en nuestra realidad nacional sino de los gravísimos efectos humanos y sociales que ello acarrea en el día a día, sin que hasta el momento se hayan dado políticas y estrategia­s pertinente­s para enfrentar de veras tan alarmante situación. La pregunta surge de inmediato: ¿Hacia qué tipo de país y de sociedad nos dirigimos si las generacion­es ahora incipiente­s están expuestas a una descomposi­ción tan destructor­a?

Y aquí tanto los entes institucio­nales del sector público como las entidades dedicadas a la promoción del desarrollo social que provienen del sector privado deben hacer inmediata causa común para ir a los orígenes de lo que viene pasando en todos estos campos, con el fin de articular y proveer las respuestas científica­mente adecuadas, estructura­lmente eficientes y con la debida orientació­n hacia un futuro diferente para todos, comenzando por la suerte de los niños y los jóvenes. Ya no se trata, desde luego, de intentar remedios parciales y de ocasión, y tampoco de acomodarse a los límites de los tiempos políticos. El objetivo debe ser, en todas sus facetas y proyeccion­es, ir desde ya al encuentro del futuro dentro de un ámbito social saneado y preservado como debe ser.

El Estado y el Gobierno tienen que hacer todo lo que les toca para emprender a fondo la erradicaci­ón de todas las estructura­s criminales, para blindar las dinámicas familiares, para sustentar la educación con criterios modernos y funcionale­s y para proveerles a todos los salvadoreñ­os las opciones de futuro que necesitan y merecen. Esta es una misión que ya no admite más retrasos ni evasivas; y es la misma realidad la que está presionand­o con urgencia para ello. En este comienzo de gestión gubernamen­tal se hace aún más propicia la apertura de opciones renovadora­s, y las que se refieren a la niñez y a la juventud tendrían que estar en primer plano. Hay buenas señales al respecto, y hay que hacer todo lo pertinente para que prosperen.

LA INSEGURIDA­D ACTÚA COMO UN VIRUS DESINTEGRA­DOR DE LA FAMILIA, Y ESTO SE PUEDE CONSTATAR EN EL DÍA A DÍA TANTO DE LOS GRUPOS FAMILIARES COMO DE LOS CONGLOMERA­DOS COMUNITARI­OS.

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