Hay que consolidar progresivamente el Estado democrático de Derecho para que haya seguridad, estabilidad y proyección
NO BASTAN LAS INICIATIVAS DE PROGRESO: HAY QUE ASENTARLAS EN TERRENO FIRME DE COHERENCIA ESTRUCTURAL, DE LEGALIDAD SIN FRACTURAS Y DE LIBERTAD BIEN ADMINISTRADA.
Está absolutamente fuera de cuestión el hecho de que la legalidad ejercida en todas sus dimensiones y garantizada en todos sus desempeños es el basamento ineludible de la paz social, de la seguridad jurídica, de la credibilidad institucional y de la fortaleza del progreso. Los analistas expertos lo dicen cuantas veces se les hace oportuno, pero resulta evidente que esa expresión reiterada desde los ámbitos del pensamiento teórico y de la constatación especializada nunca es suficiente para asegurar que las cosas vayan orientadas hacia lo que debe ser en los aconteceres concretos. Hay que partir, entonces, en cualquier perspectiva que se enfoque, de una convicción que está por encima de cualquier criterio oportunista: la ley sirve no sólo para ordenar, sino también, y sobre todo, para darle firmeza al ordenamiento, a partir de una conciencia generalizada de buen desempeño.
Un verdadero Estado de Derecho tiene siempre estrechísima vinculación con la normalidad de la vida en todos los espacios ciudadanos y comunitarios; y esto no puede sostenerse si la inseguridad funciona como el espectro que hace de las suyas en la atmósfera en que se mueve. Estado, Derecho y Democracia son, pues, los tres pilares fundantes de una evolución que merezca el nombre de tal en todos sus aspectos y dimensiones. Y con base en eso hay que evaluar y medir las posibilidades de autorrealización que presente cada sociedad determinada; y en este caso la nuestra, tan necesitada de fortalecimientos consistentes.
En nuestro caso salvadoreño, esos tres sujetos básicos han venido teniendo suertes dispares, y ahí reside una de las causas fundamentales para que nuestro desenvolvimiento histórico presente signos de inestabilidad directamente vinculados con la falta de coherencia estructural que afecta de manera tan profunda a nuestro proceso de vida nacional. Así las cosas, sobre todo en este momento de transición en el que nos hallamos inmersos, y que tiene características políticas tan particulares y tan decisivas, se hace inevitable e inaplazable mantener el ojo puesto sobre el desempeño del Estado, la funcionalidad del Derecho y la normalidad del ejercicio democrático.
Insistimos, y vamos a seguir haciéndolo, en que lo que se ha venido imponiendo con tenacidad digna de mejor causa es la falta de integración entre esos tres componentes vitales que acabamos de mencionar. Convenzámonos por fin de que el Estado, el Derecho y la Democracia son las tres caras de un mismo ente que se llama El Salvador, cuya fuerza de supervivencia depende de que dicho ente se mantenga firmemente instalado en su condición natural, independientemente de las circunstancias y de los avatares que puedan sobrevenir.
El reto más apremiante se centra, entonces, en hacer que la institucionalidad tanto pública como privada responda a lo que es su rol propio, de cuyo desempeño dependen todos los resultados que se van manifestando en el tiempo. No bastan las iniciativas de progreso: hay que asentarlas en terreno firme de coherencia estructural, de legalidad sin fracturas y de libertad bien administrada. Y tampoco basta un ejercicio mecánico de tales componentes: hay que poner siempre la voluntad ordenadora al servicio del bien de todos.
La situación nacional nos pone en estos días en un plano muy propicio para ver hacia adelante. Aunque hay tantas cosas por corregir y por redefinir, en lo político, en lo económico y en lo social, nuestra estabilidad creciente es ahora un referente regional, que presenta características ejemplares en muchos sentidos. Esto hay que cultivarlo y aprovecharlo al máximo, sentando bases cada vez mayores para que el avance continúe. Esa es la tarea crucial del momento.