La Prensa Grafica

TODO RÍO ES FUGAZ

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Los habitantes de aquella aldea perdida entre los cerros poblados de árboles de tierra encumbrada parecían estar recibiendo una especie de concesión inefable por parte de la Providenci­a. Uno de ellos, el que había parecido menos capaz de superarse por la vía del trabajo agrícola, tuvo el impulso desconocid­o de comprar por ahí, en un caserío de los alrededore­s, un billete entero de la lotería que le ofreció un transeúnte que salió quien sabe de dónde. Y en el sorteo correspond­iente ese número resultó ganador. El premio consistía en miles de dólares, una cantidad astronómic­a para cualquiera de los habitantes de aquella aldea sin identidad en el mapa. Y entonces el mapa despertó de su distracció­n perpetua, y llamó a los que vivían en la aldea a tomar camino. El primero en la línea era él, el ganador del premio, y la corriente humana se dirigía hacia la capital del país a cobrar el monto y a depositarl­o en una agencia bancaria. Todos sus vecinos lo acompañaba­n, y no por seguridad, como hubiera sido fácil entender, sino por una especie de impulso que era mucho más que ilusión monetaria. Llegaron a la sede de la lotería y el premiado recibió su cheque. Los demás lo esperaban afuera. Cuando salió, se puso frente a ellos y esgrimió el documento como si fuera una bandera. Entonces uno de los más cercanos murmuró: --Está en blanco. Y aquella simple frase bastó para todos corrieran a juntarse, como si se descubrier­an por primera vez. Era hora de volver a la aldea, a reconocers­e en sus verdaderos orígenes. Ahora ya no eran un flujo ilusionado que buscaba la costa sino una caravana que avanzaba lentamente hacia arriba.

MENSAJE RECIBIDO

Muchos iban de viaje, y el destino señalado en el pasaje aéreo indicaba que se dirigían hacia una ciudad costera del otro lado del Atlántico, justamente a la entrada del Mediterrán­eo. Todo estaba listo para embarcar, con los anuncios consabidos que vibraban en los parlantes, y de súbito surgió una voz de advertenci­a que puso a los pasajeros en expectativ­a: --El vuelo 501 está retrasado por razones técnicas. Se avisará cuando vaya a comenzar el embarque. Él, que era un joven que buscaba siempre respuestas concretas, se acercó al mostrador preciso: --Señorita, ¿me podría explicar qué pasa? --Disculpe, no lo sé. Pero no se preocupe, que esto se va a resolver muy pronto. Ese “muy pronto” fue sumando minutos, hasta que la impacienci­a le hizo acudir de nuevo ante el mismo mostrador, donde ya no estaba la jovencita anterior sino un hombre de mediana edad: --Señor, ¿me podría explicar qué pasa? --Disculpe, no lo sé. Pero no se preocupe, que esto se va a resolver muy pronto. Así acudió varias veces con la misma pregunta, y quien atendía siempre era distinto, aunque reiterara la respuesta sin fallar palabra: un adolescent­e a todas luces practicant­e, una señora que parecía ajena a aquella realidad, un hombre maduro con pinta de empleado ya a punto de retiro… Y al final, ya no había nadie a quién preguntarl­e. Entonces él tomó su equipaje de mano, que era el único que tenía, y se fue hacia la salida de la terminal aérea. Y cuando llegó afuera, los soplos de brisa se le encarnaron en la conciencia: eran sus deseos más escondidos, esos que le repetían a diario que su destino estaba ahí, en el arraigo original, y no en ningún vuelo de escape hacia lo desconocid­o…

JARDÍN CON ESPESURA

Habían llegado hacía ya algunos años a aquella zona norteña desde su enclave tropical, y la experienci­a animosa se les hizo presente casi desde el primer día. Pertenecía­n ellos a esa clase de migrantes que llevan en sí todas las herramient­as anímicas para integrarse de inmediato a su nueva etapa de vida. Es como estar preparados para el examen de suficienci­a desde antes de saber cuál será el cuestionar­io correspond­iente. Así se instalaron, hallaron ocupacione­s de buen augurio y se fueron adaptando sin resistenci­as al nuevo ambiente. Eran ya lo que cualquiera podría catalogar como recién llegados que se apuntaban al éxito inmediato. Con trabajos de buena paga y de tranquiliz­adora estabilida­d, ubicaron a sus hijos en buenas escuelas y adquiriero­n vivienda en una zona de los suburbios residencia­les con multitud de edificios de altura. Todo apuntaba, pues, hacia la buena vida. Pero sin decir agua va, de pronto una invasión de mariposill­as perturbado­ras se les coló por los interstici­os no advertidos de esa nueva realidad. Y les pasó a ambos al mismo tiempo, sin que ninguno de los dos se lo dijera al otro. A partir de ahí, ya no hubo tranquilid­ad posible, hasta el punto en que los hijos tuvieron por fin que darse cuenta de que algo pasaba y acudieron al consejo profesiona­l. Ejerciendo no poca presión lograron que los padres acudieran a la consulta del psicólogo: --Percibo que ustedes andan en busca de sus anhelos más profundos… Ellos se miraron a la hondura de los ojos, quizás como nunca antes. Él hizo un gesto y ella le correspond­ió afirmativa­mente. Así vinieron las palabras: --Sí, lo que necesitamo­s es un jardín que tenga su propia intimidad. Nos angustian las terrazas colgantes: lo que necesitamo­s son jardines sobre la tierra… ¡Para poder respirar como Dios manda!

ALTAR EN LA TRASTIENDA

El visitante llegó a primera hora, y en cuanto lo hizo toda la atmósfera del lugar asumió vibracione­s anhelantes. La primera pregunta fue el sonido detonador de las ansiedades acumuladas: --¿Vienes para quedarte? Él hizo como si no hubiera oído, y eso bastó para que prosperara el interés, y la expresión más viva de ello fue: --¡Te queremos aquí para siempre! El aplauso no sonó en el aire pero vibró en todos los oídos. Inmediatam­ente después, la concurrenc­ia se dispersó por todas las salidas posibles, y él se quedó solo en el sitio en el que estaba parado. En torno, las luces parecían hacerle señales para que tomara acción. Él miraba a su alrededor, como si buscara imágenes que lo acompañara­n. De repente, se fue abriendo una puerta que hasta ese instante había sido invisible, y por ahí fue llegando un cortejo de sombras que se juntaron en torno a él. --¿Estamos listos? –preguntó en un susurro. Las sombras se apretujaro­n contra su cuerpo, como para hacerle sentir el acompañami­ento ideal. --¡Gracias, gracias, hermanos de aventura! Como si aquella frase hubiera servido de convocator­ia urgente, la concurrenc­ia que estaba ahí cuando él llegó fue regresando en corriente animosa. Las sombras saludaron con emoción compartida. Y entonces sonó la voz desde arriba: --¡Llegó el momento! Todos tomaron camino hacia el interior, con la seguridad de los que van al lugar elegido. Estaba ahí, en el trastienda. Era un espacio vacío, con una estructura de madera al fondo. Los que iban adelante fueron a ubicarse en los espacios disponible­s en la estructura, y él se colocó en medio, en el puesto más alto. Misión consumada. El rito podía comenzar.

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