EL REFORMISTA
Sí, señor vicepresidente, hablemos de lo que no se habla.
Durante décadas hubo temas tabú relacionados con la convivencia, la cosa pública, la explotación de los recursos, la propiedad de los medios de producción. Muchos de ellos lo siguen siendo pese a la alternabilidad en el poder, precisamente porque aunque tres partidos políticos diferentes gobernaron los últimos 16 años, hay un velo conservador muy pesado en el que todavía nos enredamos para modernizar la agenda ciudadana.
Aún sin entender el conservadurismo como intolerancia, si el futuro de muchas de las inquietudes y preguntas que se hacen las nuevas generaciones dependiera del respeto de los funcionarios por el carácter laico del Estado, mal nos iría con presidentes que han llegado incluso a practicar la azalá dirigiéndose a los soldados y no a La Meca.
Al fin de cuentas, sobre el modo en que una sociedad vive, come, duerme y con quién duerme, poco o nada puede ni debe hacerse desde la política; de cualquier modo, en El Salvador hubo, hay y siempre habrá voceros de la moralidad en la administración pública. Y tristemente al revés, delicadas causas que son de estricta incumbencia ejecutiva o legislativa no encuentran un defensor en curules ni ministerios. Entre ellas léanse los derechos ambientales, la ausencia de planificación urbanística, la misoginia como cáncer en las relaciones de poder, el nepotismo como práctica aceptada en el gobierno y digamos etcétera sólo para acabar pronto.
Sin importar lo que la vocería partidaria diga sobre las costumbres, usos y el modo salvadoreño de vida, es imposible que una élite gobernante lo modele. Y tampoco lo tienen fácil los burócratas de la partidocracia al pretender detentar el monopolio de lo político. Es que aunque seamos una nación descuidada, seguimos teniendo en alta estima los principios de igualdad y solidaridad, y creemos que cualquier acuerdo entre nosotros debe conducir a ese propósito. En otras palabras, aunque necesitamos de las instituciones que desarrollan lo público, todos tenemos una noción inequívoca de lo justo, la virtud política.
Por eso mismo, la conversación sobre la Constitución de nuestra República y las repentinamente populares cavilaciones sobre la alternabilidad del Gobierno son competencia colectiva, derecho individual, materia de la cual cada gremio profesional puede y debe interesarse... excepto aquellos que hoy mismo detentan el poder.
América Latina ha sido pródiga en reformas, baños de legitimidad a fuerza de letra y manoseos constitucionales. Generalmente, los reformistas, desde México hasta Chile, fueron militares golpistas, mandatarios instalados de facto o bien los civiles que les sucedieron. Y de modo más reciente, como ocurrió en Venezuela, Bolivia y Ecuador, la revisión tuvo otro vicio en su génesis, propuesta por facciones que simplemente decidieron cambiar las reglas del juego porque ya no les eran útiles aunque se le hiciera un pobre servicio a la democracia.
Pasemos ahora al personaje. Antes, dejemos de lado lo que la adopción de esta causa le ha significado en términos de erosión de discurso e imagen; ignoremos además que en plena pandemia y a las puertas de una crisis económica que requerirá total concentración y creatividad gubernamentales, el segundo funcionario de elección popular más importante del régimen dedique horas hombre a este asunto; vayamos a la naturaleza de la cosa.
¿De verdad cree que los problemas de nuestro Estado, su inequidad, la raigambre corrupta de las instituciones que administran el poder, se resuelve con una reforma constitucional? Además de distraer a la población y entretenerse un poco, no logrará nada útil con este show. Sería más noble reconocer desde su posición que nuestro liderazgo político no ha sido suficientemente responsable y que la clase política de la que forma parte ha justificado las limitaciones constitucionales al poder, tal cual su compañero de fórmula lo ilustra perfectamente desde febrero.
Si el histrión le gana a la razón, señor Ulloa, no sólo lamentaremos que desperdicie así su tiempo, sino que haya perdido toda su responsabilidad cívica.