LA DIVINIDAD Y LA HUMANIDAD, JUNTAS EN LA NAVIDAD
El Mesías no se puso del lado de los más débiles por obra de su divinidad sino por operación de su humanidad. Y ese es el contenido de su prédica que nos sigue retando, que cuestiona los modos de una civilización que se planta de modo más cómodo en la adoración de lo celestial que en el respeto al prójimo.
Esta Navidad, el concepto de reunión familiar adquiere su dimensión más fiel, más simple, más poderosa.
El espíritu de la Navidad ha tenido pocas posibilidades desde hace décadas. Sepultado por el consumismo, por la simplificación connatural a la humanidad, por la cada vez más rara capacidad de escuchar a nuestra conciencia, ha sido reemplazado por otros sentimientos. Por supuesto, no hay nada de malo en el ejercicio de caridad o el de agasajo a los más cercanos a través de obsequios y vituallas, pero la naturaleza de esta conmemoración supera el paréntesis filantrópico en que la hemos convertido.
La cristiandad se construyó a partir de dos misterios: la Natividad y la Resurrección, las dos piezas del Cristo. Nuestra fe sostiene que una noche hace miles de años, en un humilde pesebre en Belén, Dios se manifestó a los hombres enviando a su hijo para compartirnos tres verdades. La primera es que todos somos hijos suyos y hermanos; la segunda, que la vida es un tránsito desde y hacia nuestro Padre; y la tercera, que estamos acá para amarnos los unos a los otros.
Dos milenios de cristiandad no nos han bastado para reconocer la divinidad en la humanidad, la divinidad en el otro; hacerlo nos permitiría proyectarnos en cada uno, preocuparnos por entender sus motivaciones, la grandeza de sus circunstancias, su estatura al mismo tiempo irrepetible y frágil. Así fue Jesús, cuya pobreza, cuya empatía con el pecador, con el humilde, con el marginado, fueron al mismo tiempo los más divinos y los más humanos de sus rasgos.
El Mesías no se puso del lado de los más débiles por obra de su divinidad sino por operación de su humanidad. Y ese es el contenido de su prédica que nos sigue retando, que cuestiona los modos de una civilización que se planta de modo más cómodo en la adoración de lo celestial que en el respeto al prójimo. Queremos vestir de unos ropajes majestuosos a aquel que, desnudo de prejuicios, nos pidió olvidar lo que se mira con los ojos para ver con el corazón.
Amar de ese modo es la invitación intrínseca a nuestra fe, una exigencia constante de renovación, reflexión y transformación. Y no hay mejor lugar para cultivarlo que la familia, el puerto del cual diariamente zarpamos y en el cual diariamente atracamos con la carga de ser personas, de ser finitos, de ser imperfectos. Y de ser fugaces, como nos lo ha recordado nuestra naturaleza en el año de la pandemia.
Cualquier noche es buena para reunirnos en familia y meditar sobre el tamaño de nuestra tarea. ¿Mejor noche que esta? Ninguna. Es la noche perfecta para cavilar sobre el valor de cada día, sobre lo acuciante que es hacer el bien, los estragos que produce nuestra falta de acción, lo costoso de nuestra indolencia.
Reunida alrededor de los alimentos, con la sobrevivencia en el centro de la mesa, celebremos la divinidad de la vida pero que el estupor ante el misterio del Dios hecho hombre se transforme en conciencia, y que nos sirva de motor para perdonar y pedir perdón, para aceptarnos con honestidad y escucharnos con humildad. Sólo así se construirá la paz que El Salvador necesita.