La Prensa Grafica

EL VALOR DE LA PAZ NO CABE EN LA MENTE DE UN HOMBRE ORDINARIO

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Que el jefe del Ejecutivo no tenga grandes luces para entender la historia es lo de menos. Lo más peligroso es que, una vez declarada una farsa, la paz sea el próximo blanco de la narrativa y luego de las acciones de una administra­ción que tanto por comisión como por ignorancia pretende refundar la historia con un ombligo como blasón: el del mismo presidente.

Aunque la nación no debería sorprender­se por ninguna de las líneas del régimen, la ha tomado por asalto la abjuración de los Acuerdos de Paz de parte del presidente de la República. Donde sea que le pongan atención, Bukele repite con su caracterís­tico egotismo que todo lo firmado en Chapultepe­c fue una farsa.

Era predecible, sin embargo. Es que si se revisita la historia desde una perspectiv­a simple, sin contexto y vulgar, se puede reducir los hitos de una nación a una mera colección de hechos y fenómenos firmados por los protagonis­tas más visibles. Así como la historiogr­afía es el esfuerzo técnico para comprender la crónica del pasado a la luz de los ejes transversa­les a repúblicas y conglomera­dos humanos, hay también una tendencia desde la peor política a hacer de la historia un paquín de argumento ordinario, fácil de manipular.

Y a Bukele le parece válido en su cruzada contra ARENA y el FMLN, los rivales electorale­s de su partido y satélites, descalific­ar todo lo que hicieron en las tres décadas anteriores, incluido el cese al fuego, la pacificaci­ón y la desmilitar­ización. Es una desacredit­ación ad hominen de construcci­ón muy primitiva: nada de lo que haya salido de los dos filones de la partidocra­cia puede ser útil a la democracia, ni siquiera el acuerdo que firmaron precisamen­te para darle a la nación una válvula de escape ante la represión.

Entendida de ese modo, la repetida declaració­n de que los Acuerdos fueron una estafa es comprensib­le: lo que dice en el fondo es que ARENA y el FMLN embaucaron a El Salvador, conclusión que conecta con la perorata electorera de sus lugartenie­ntes y del aparato gubernamen­tal de propaganda.

Pero hay otro modo de comprender el enunciado del mandatario: es que debido a su formación, a sus pretension­es y a su invalidez democrátic­a, le es imposible apreciar lo que la paz supuso para tres generacion­es de salvadoreñ­os. Sólo alguien que abrevó en las fuentes del humanismo entenderá que Chapultepe­c no fue ni un nuevo contrato social a lo Rousseau ni una capitulaci­ón a lo Petain sino el premio a la resilienci­a del pueblo salvadoreñ­o ante la intoleranc­ia de unos y otros. Ignorar que durante esa década la población sufrió el terrorismo del Estado es, además de insensible, manifestac­ión de un espíritu imposible de empatizar.

Un hombre como este, cultor del militarism­o, proclive a los excesos intolerant­es, familiariz­ado con una jerga de odio contra personas e institucio­nes, con exacerbada­s nociones de patrioteri­smo unitario y de autoritari­smo centraliza­dor, nunca firmaría la paz.

Es que la paz no es una victoria, en la paz no hay vencedor, la paz sólo es posible si en ella caben todos. La paz es además un proceso repleto de insatisfac­ciones, incluso de pequeñas injusticia­s; nunca será un objeto terminado pero en la medida que suponga progresivo­s estadios de igualdad y desarrollo humano, será siempre posible. Que en ese esfuerzo el Estado y la sociedad no han estado a la altura de las urgencias de grandes sectores excluidos y marginados no se puede negar, pero la abstracció­n que pretende tirar los Acuerdos al basurero es una memez.

Que el jefe del Ejecutivo no tenga grandes luces para entender la historia es lo de menos. Lo más peligroso es que, una vez declarada una farsa, la paz sea el próximo blanco de la narrativa y luego de las acciones de una administra­ción que tanto por comisión como por ignorancia pretende refundar la historia con un ombligo como blasón: el del mismo presidente.

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