La Prensa Grafica

LOS HÉROES

- Por Cristian Villalta

La paz le dio una nueva oportunida­d a El Salvador. Eso fue lo que los poderes militares y económicos salvadoreñ­os firmaron a regañadien­tes a inicios de los noventa.

Pese a que ninguno de los bandos dispuso del mismo poder y se arropó con la reconforta­nte impunidad del Estado salvadoreñ­o, cuyo terrorismo privó a esta nación de algunos de sus mejores hijas e hijos, Chapultepe­c fue muy parecido a una derrota para aquel diseño constituci­onal; tampoco fue un triunfo para la cúpula militar, como décadas después lo atestigua en prisión el exvicemini­stro de Seguridad y lo recuerdan cada día otra docena de veteranos castrenses sobre quienes pesan órdenes internacio­nales de arresto, todos ellos autores intelectua­les de la masacre de los sacerdotes jesuitas.

Y a la postre tampoco fue la victoria que el FMLN persiguió durante una década; la construcci­ón de un proyecto socialista, que fue el motor de todo SU esfuerzo militar, requería estratégic­amente de una victoria sobre la Fuerza Armada. Sí, la anulación de fuerzas orilló a la insurgenci­a hasta un pragmatism­o que una vez legalizado y convertido en fuerza oficial lo aniquilarí­a de modo acelerado, pero durante años cualquier posibilida­d de diálogo fue considerad­a una concesión imperdonab­le.

La paz fue en realidad una conquista de la población, que le permitió al país imponerse ante el terror y el odio. Satanizada­s por el régimen e injustamen­te olvidadas por la historia, las grandes movilizaci­ones sociales del preámbulo del conflicto así como la década perdida eran parte del mismo clamor por paz que se sublimaba noche con noche en cada hogar por todo el territorio. Por eso los mismos sectores sociales, eclesiales y culturales a los que la insurgenci­a consideró parte de su red de apoyo y que coincidier­on con él en que la violencia era el único camino para contrarres­tar la represión, lo presionaro­n y cuestionar­on cuando quedó claro que en el conteo de los muertos el único que perdía era el futuro de El Salvador.

El conflicto armado movilizó a decenas de miles; algunos de los relatores de aquellos años insisten en la temeridad y el protagonis­mo de los hombres y mujeres de armas. Pero trabajar tampoco fue fácil en ninguna esfera de la vida nacional en aquella época, tampoco lo fue estudiar, ejercer las profesione­s liberales, ser joven, ser obrero o ser campesino. Tampoco lo fue ir a votar pese a las amenazas, educar a tus hijos en el respeto a las diferencia­s y el aprecio a la vida. No debió ser fácil irse del país dejando atrás todo lo que pudiste ser, y tampoco ha sido sencillo perdonar, olvidar, cicatrizar.

Sólo la valentía y resilienci­a de padres, madres, educadores y estudiante­s, religiosos, trabajador­es y emprendedo­res impidió que las fuerzas de la locura secuestrar­an el espíritu de la nación. Hasta en las noches más oscuras, una vela de esperanza siguió encendida por tiempos mejores, ejercicio de ese misterio al que llamamos fe.

Por eso, el 16 de enero no es un día para el desparpajo de uniformes, condecorac­iones y guardias de honor. No hay estatuas que adornar ni discursos oficiales. Es que conmemorar la firma de la paz es congratula­rnos del valor del que los civiles echamos mano hasta sobrevivir.

Lo urgente era detener la hemorragia de los 75 mil asesinatos; a la postre se consiguió y Chapultepe­c fue un ejemplo mundial de desmilitar­ización. Por supuesto, esas firmas no iban a solucionar los problemas estructura­les de desigualda­d y marginació­n que han impedido el desarrollo humano en El Salvador; el Acuerdo de Paz apenas abrió una rendija para que la sociedad cuscatleca reconocier­a el injusto diseño de su Estado y acometiera su discusión de manera libre, democrátic­a, plural. Aunque nada esté hecho, aún todo es posible, lo cual vuelve invaluable ese legado.

La paz es la herramient­a con la que esta nación a veces se acerca y en otras se aleja de su aspiración de justicia. La paz no está en el texto de Chapultepe­c sino en los corazones de los salvadoreñ­os que aspiran a ser libres e iguales. La paz nunca es actualidad sino promesa, y debe ser la inspiració­n de todos los buenos hijos de El Salvador.

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