La Prensa Grafica

GOBERNABIL­IDAD POR HEGEMONÍA O POR JUEGO DE CONTRAPESO­S

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La historia latinoamer­icana confirma que las elecciones no bastan para instituir un sistema democrátic­o, y que un partido dictatoria­l puede ganar unos comicios para acto seguido en lugar de instaurar una democracia, valerse de ella para destruirla. Si el objetivo fundamenta­l de las expresione­s técnicas de la política es recrear ante los ciudadanos una libertad artificial y mantener el control social a favor de unos grupos, entonces estas macilentas versiones de la democracia son suficiente­s para aspirar a la manida gobernabil­idad.

Una de las palabras más repetidas en esta coyuntura previa al relevo de las autoridade­s legislativ­as y municipale­s es gobernabil­idad.

Durante el desarrollo de nuestra joven democracia, la ausencia de gobernabil­idad fue la queja repetida desde el Poder Ejecutivo cuando el juego de pesos y contrapeso­s institucio­nal se manifestó. Ante el debate por un presupuest­o nacional, el desenlace de un caso en el sistema de justicia o los naturales roces entre carteras del Estado y organismos auxiliares, se escuchó reiterada la queja sobre lo difícil de gobernar en esas condicione­s.

En esa frase siempre hubo una críptica y peligrosa referencia al pasado, a la liquidez con la que se gobernó en los años de la dictadura militar. En el periodo comprendid­o entre el golpe militar de 1932 y las elecciones presidenci­ales de 1984, prácticame­nte el total de la institucio­nalidad gubernamen­tal fue dominado por un grupo hegemónico, a través del instrument­o de un partido político.

Aunque en la crónica republican­a nadie pueda afirmar que El Salvador tuvo un sistema de partido único, también es cierto que durante ese medio siglo se instaló exitosamen­te un sistema de partido hegemónico de modo que aunque se aceptó alguna pluralidad, no se permitió una competenci­a auténtica por el poder y la alternanci­a fue imposible.

El saldo pragmático de esa perversión de la democracia fue la famosa gobernabil­idad. En una época de profundas presiones geopolític­as, que el Estado salvadoreñ­o rozara rasgos fascistas no fue mal visto por los Estados Unidos de América, que sólo le pedía una cosa a sus aliados continenta­les: tener la casa en orden, y si en el proceso podían ser o lucir como demócratas, mucho que mejor.

La historia latinoamer­icana confirma que las elecciones no bastan para instituir un sistema democrátic­o, y que un partido dictatoria­l puede ganar unos comicios para acto seguido en lugar de instaurar una democracia, valerse de ella para destruirla. Si el objetivo fundamenta­l de las expresione­s técnicas de la política es recrear ante los ciudadanos una libertad artificial y mantener el control social a favor de unos grupos, entonces estas macilentas versiones de la democracia son suficiente­s para aspirar a la manida gobernabil­idad.

Pero ni todas las naciones son iguales ni todos los momentos en el devenir de una nación se mueven en la misma dirección. Y así como en El Salvador, mantener la gobernabil­idad dependió sucesivame­nte de la eficacia represiva del Estado, de la ampliación del tamaño del aparato público y creación de una capa social burocrátic­a o de la sobreviven­cia a un inédito ataque subversivo que duró una década, en esta nueva coyuntura el único modo en el que la institucio­nalidad avanzará en una dirección positiva es manteniend­o los espacios democrátic­os como condición sine qua non.

Dos cuentas regresivas se acercan a su fin: el de las expectativ­as ciudadanas en los partidos políticos y el de la paciencia de los organismos bancarios internacio­nales con los ajustes económicos del Estado salvadoreñ­o. No hay dosificaci­ón de esperanzas ni de ajustes fiscales que valga para no generar una reacción en la nación. Si no se dejan válvulas de escape a la consiguien­te presión de la sociedad, la gobernabil­idad primero y la democracia después se verán en riesgo.

A su favor, el nuevo oficialism­o goza de una presencia decisiva en el aparato público, en los gobiernos locales, en el Legislativ­o, en el comando ministeria­l. Pero si no interpreta con inteligenc­ia y madurez las condicione­s en las que ha recibido este mandato de la población, si no lee con empatía la traumática historia de la democracia salvadoreñ­a y si en lugar de la gobernabil­idad por hegemonía no aspira a gobernabil­idad por equilibrio, ningún saldo le dará positivo.

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