AMOR A LA CRUZ
El 3 de mayo celebramos la fiesta de la Santa Cruz, en la que se muere para vivir; para vivir en Dios y con Dios, para vivir en la verdad, en la libertad y en el amor, para vivir eternamente, como dijo
alguna vez San Juan Pablo II.
En el siglo IV, la emperatriz Santa Elena encontró el madero en que murió Cristo Redentor. Sin embargo, en el año 614 la Cruz fue tomada de Jerusalén por los persas como trofeo de guerra.
Más adelante, el emperador Heraclio la rescató y el Madero retornó a la Ciudad Santa el 14 de septiembre de 628. Desde entonces se celebra litúrgicamente en la Iglesia Universal esta festividad.
Al llegar de nuevo la Santa Cruz a Jerusalén, el emperador dispuso acompañarla en solemne procesión, pero vestido con todos los lujosos ornamentos reales, y de pronto se dio cuenta de que no era capaz de avanzar.
Zacarías, arzobispo de Jerusalén, le dijo: “es que todo ese lujo de vestidos que lleva está en desacuerdo con el aspecto humilde y doloroso de Cristo, cuando iba cargando la Cruz por estas calles”. Él se despojó del lujo y descalzo pudo seguir.
Para evitar nuevos robos, el Santo Madero fue dividido en varios pedazos y repartidos a
Roma y Constantinopla, mientras que un tercero se quedó en Jerusalén en un hermoso cofre de plata. Otro se partió en pequeñas astillas para ser repartidas en diversas iglesias del mundo, las cuales fueron llamadas “Veracruz” (Verdadera Cruz).
No es posible seguir a Cristo, alcanzar la santidad, sin la
Cruz. El Señor se entregó por cada uno de nosotros y nos mostró el camino para seguirle. Y el alma que persevera en su amor encuentra en su caminar la Cruz y en ella a Cristo.
La misión de Jesucristo alcanza su plenitud en el sacrificio del Calvario, al que se ordena toda su vida. El cristiano, que sigue el camino trazado por su Maestro, alcanza también la plenitud de su identificación con Cristo, cuando se une a Él en la Cruz, cuando se hace con Jesucristo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, como recuerda San Pablo.
Y continúa el apóstol: con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Como hijos de Dios, no solo hemos de tener vivo el dolor por nuestros pecados personales: No podemos permanecer indiferentes ante el hecho de que se ofenda al Señor, de que se atropelle la ley divina sin remordimiento.
Podría ocurrir alguna vez que ese encuentro con la Cruz se produzca de un modo instantáneo, repentino, y exija de nosotros un acto heroico –ayudados por la gracia– de aceptación de la Voluntad divina.
Pero no es esto lo ordinario. La peculiaridad de nuestra vocación de cristianos corrientes nos lleva a conformarnos con la Cruz de Cristo en mil cosas pequeñas, diarias, constantes.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos abrazarnos cada día a la Cruz de su Hijo Jesús, que se concretará en cumplir con las obligaciones ordinarias.
No podemos permanecer indiferentes ante el hecho de que se ofenda al Señor, de que se atropelle la ley divina sin remordimiento.