VIDA, AMOR Y MISTERIO
No tengo el gusto de conocer a Ana María Soriano-hatch, pero su artículo de ayer, dedicado al enigmático fenómeno de la maternidad, me dejó sorprendido. Aparte de estar muy bien escrito, su texto no concede espacio al florilegio sentimental (tan recurrente cuando se aborda el tema) ni a la banalización de una realidad humana que en más de un sentido sigue escapando a nuestra capacidad de comprensión.
Y es que, bien mirada, la maternidad es una de las grandes paradojas de la evolución. Ha estado siempre aquí, haciendo posible ni más ni menos que nuestra sobrevivencia –la regeneración de la especie es inviable de otra manera–, pero protegiendo al mismo tiempo su insondable misterio, como si hubiera necesidad de que el vínculo humano más necesario a la preservación fuera a la vez el menos proclive a ser descifrado con frivolidad.
La Dra. Natalia López Moratalla, bióloga molecular española y eminencia científica sobre los procesos de fecundación y gestación, ha recopilado estudios asombrosos sobre la relación entre el parto y nuestra morfología, es decir, qué ha tenido que pasar con el alumbramiento, en términos evolutivos, para que nuestros cuerpos sean como son.
Comenta la Dra. López Moratalla: “La solución a la competencia entre la marcha bípeda y el aumento del tamaño del cráneo se ha resuelto con la única solución posible: un acortamiento del tiempo de gestación. El recién nacido humano es siempre ‘prematuro e inmaduro’, tanto por este parto necesariamente adelantado como porque con el aumento de la superficie craneal del neocortex se retrasa la diferenciación de las neuronas. Así nace ‘obligado’ a una gran dependencia materna y un largo aprendizaje familiar”.
El diálogo molecular que existe entre la mujer gestante y su hijo es uno de los más notorios descubrimientos de la biología interdisciplinaria moderna. Gracias a ello se ha determinado que el vínculo afectivo que se produce tiene alcances incluso terapéuticos, porque cuando las células madre procedentes del feto y su placenta se quedan “almacenadas” en la sangre de la progenitora –algo que se llama “microquimerismo materno”–, su capacidad de auto-renovación puede terminar curando enfermedades que existían en las mujeres antes de embarazarse.
La estadounidense Ana María Jarvis (1864-1948), promotora de la idea original de celebrar a las madres un día específico al año, tuvo como progenitora a una mujer que durante la Guerra de Secesión organizó grupos de atención a heridos de ambos bandos, tras de lo cual se dedicó a la lucha por obtener el reconocimiento social que a su juicio merecían las madres trabajadoras. Tras su fallecimiento, en mayo de 1905, su hija Ana María retomaría el estandarte hasta convencer finalmente al presidente Woodrow Wilson de establecer un día de fiesta para la maternidad en general.
La conmemoración sería luego adoptada por decenas de países, pero Jarvis misma –que nunca se casaría ni tendría descendencia– se oponía a toda la parafernalia superficial alrededor del Día de la Madre. Nunca aceptó, por ejemplo, los mensajes pre-impresos tan populares en el mes de mayo. “Una tarjeta comercial”, decía, “no demuestra sino que eres demasiado indolente para escribirle de puño y letra a la mujer que ha hecho por ti más que nadie en el mundo”.
Mando, pues, un abrazo de admiración a mi madre, Paulina, y a la extraordinaria madre de mis hijos, Claudia. Gracias a ambas por el amor, la vida y el misterio.
Y es que, bien mirada, la maternidad es una de las grandes paradojas de la evolución.