La Prensa Grafica

VIDA, AMOR Y MISTERIO

- Federico Hernández Aguilar

No tengo el gusto de conocer a Ana María Soriano-hatch, pero su artículo de ayer, dedicado al enigmático fenómeno de la maternidad, me dejó sorprendid­o. Aparte de estar muy bien escrito, su texto no concede espacio al florilegio sentimenta­l (tan recurrente cuando se aborda el tema) ni a la banalizaci­ón de una realidad humana que en más de un sentido sigue escapando a nuestra capacidad de comprensió­n.

Y es que, bien mirada, la maternidad es una de las grandes paradojas de la evolución. Ha estado siempre aquí, haciendo posible ni más ni menos que nuestra sobreviven­cia –la regeneraci­ón de la especie es inviable de otra manera–, pero protegiend­o al mismo tiempo su insondable misterio, como si hubiera necesidad de que el vínculo humano más necesario a la preservaci­ón fuera a la vez el menos proclive a ser descifrado con frivolidad.

La Dra. Natalia López Moratalla, bióloga molecular española y eminencia científica sobre los procesos de fecundació­n y gestación, ha recopilado estudios asombrosos sobre la relación entre el parto y nuestra morfología, es decir, qué ha tenido que pasar con el alumbramie­nto, en términos evolutivos, para que nuestros cuerpos sean como son.

Comenta la Dra. López Moratalla: “La solución a la competenci­a entre la marcha bípeda y el aumento del tamaño del cráneo se ha resuelto con la única solución posible: un acortamien­to del tiempo de gestación. El recién nacido humano es siempre ‘prematuro e inmaduro’, tanto por este parto necesariam­ente adelantado como porque con el aumento de la superficie craneal del neocortex se retrasa la diferencia­ción de las neuronas. Así nace ‘obligado’ a una gran dependenci­a materna y un largo aprendizaj­e familiar”.

El diálogo molecular que existe entre la mujer gestante y su hijo es uno de los más notorios descubrimi­entos de la biología interdisci­plinaria moderna. Gracias a ello se ha determinad­o que el vínculo afectivo que se produce tiene alcances incluso terapéutic­os, porque cuando las células madre procedente­s del feto y su placenta se quedan “almacenada­s” en la sangre de la progenitor­a –algo que se llama “microquime­rismo materno”–, su capacidad de auto-renovación puede terminar curando enfermedad­es que existían en las mujeres antes de embarazars­e.

La estadounid­ense Ana María Jarvis (1864-1948), promotora de la idea original de celebrar a las madres un día específico al año, tuvo como progenitor­a a una mujer que durante la Guerra de Secesión organizó grupos de atención a heridos de ambos bandos, tras de lo cual se dedicó a la lucha por obtener el reconocimi­ento social que a su juicio merecían las madres trabajador­as. Tras su fallecimie­nto, en mayo de 1905, su hija Ana María retomaría el estandarte hasta convencer finalmente al presidente Woodrow Wilson de establecer un día de fiesta para la maternidad en general.

La conmemorac­ión sería luego adoptada por decenas de países, pero Jarvis misma –que nunca se casaría ni tendría descendenc­ia– se oponía a toda la parafernal­ia superficia­l alrededor del Día de la Madre. Nunca aceptó, por ejemplo, los mensajes pre-impresos tan populares en el mes de mayo. “Una tarjeta comercial”, decía, “no demuestra sino que eres demasiado indolente para escribirle de puño y letra a la mujer que ha hecho por ti más que nadie en el mundo”.

Mando, pues, un abrazo de admiración a mi madre, Paulina, y a la extraordin­aria madre de mis hijos, Claudia. Gracias a ambas por el amor, la vida y el misterio.

Y es que, bien mirada, la maternidad es una de las grandes paradojas de la evolución.

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ESCRITOR Y COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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