PANDILLAS Y PODER POLÍTICO, REPETICIÓN DE UN CÍRCULO VICIOSO
Los detalles de ese encuentro dados a conocer por el medio pueden resumirse en que los representantes de algunas pandillas le prometieron al partido oficial apoyarlo en las elecciones.
En mayo de 2016, el periódico digital El Faro transcribió lo que el entonces diputado efemelenista y posteriormente ministro de Gobernación, Arístides Valencia, conversó con varios jefes pandilleriles después de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2014. Los detalles de ese encuentro dados a conocer por el medio pueden resumirse en que los representantes de algunas pandillas le prometieron al partido oficial apoyarlo en las elecciones.
A cambio de ese apoyo, la Fiscalía General de la República ha sostenido desde entonces que tanto Valencia como el posteriormente ministro de Seguridad de Sánchez Cerén, Benito Lara, les ofrecieron dinero. El exalcalde capitalino Ernesto Muyshondt, el exdiputado Norman Quijano y otras personas son acusados de delitos similares: haber ofrecido a los pandilleros prebendas a cambio de votos en esos comicios.
Pero la crónica que sugiere que las líneas de la clase política salvadoreña con líderes de algunas maras se han cruzado de modo clandestino no termina ahí; no ha pasado ni un año desde que otra publicación de El Faro estableció que funcionarios del gobierno de Bukele se han reunido con líderes de una de las pandillas que libran prisión de modo recurrente casi que desde el inicio de la administración.
La posible connivencia de los intereses de sucesivos partidos oficiales con la dirección de las pandillas ha escandalizado a la opinión pública el último lustro. Es que detrás del uso propagandístico que Bukele ha hecho de esos hallazgos, de afirmar que "ARENA y el FMLN no son basura, son peor que eso" porque "negociaron con la sangre de nuestro pueblo" y de convertir ese ángulo en un poderoso ariete de su más reciente narrativa electoral, yace un hecho incontrovertible: las maras son objeto de interés en la esfera política salvadoreña.
Ese interés ha mutado de las declaratorias de mano dura del último gobierno arenero a sucesivos proyectos de negociación con esos grupos, oscilando entre una comprensión primaria del fenómeno y una simplificación grosera de lo que esa marginalidad supone, reducida a transacciones con sus cúpulas para que disminuyan o maticen su actividad delictiva.
A la postre, y ese es el punto de reflexión, el modo en que el oficialismo se ha posicionado frente a esos grupos se tradujo sólo en unos números para declararlos un triunfo en la política de seguridad. Pero ni siquiera un gobierno como este, tan locuaz cuando le conviene, ha dejado en claro si ante la marginalidad y sus expresiones violentas, la represión será la herramienta principal.
Mientras los procesos judiciales contra los protagonistas de aquella tregua se llevan a cabo, escucharemos más de la filípica gubernamental. Tras el naufragio de la criptomoneda, con algo tienen que llenar los canales oficiales. Pero sería indigno que desde esa misma esfera política no sólo se reconozca a las pandillas como interlocutor sino sobre todo que se mienta al respecto.
Si los administradores del Estado han concluido que abordar ese fenómeno como una guerra es una pérdida de recursos y tiempo, si al menos tres gobiernos coincidieron en ese diagnóstico, si algunos funcionarios incluso creyeron más productivo violar la ley que hacerla cumplir, entonces hay algo que los ciudadanos merecemos saber, algo que los videos de esas reuniones no alcanzan a explicar.